Opinión

Desollamientos

Se acaba de descubrir que los popolocas –uno de los pueblos mejicanos sometidos por los aztecas– no sólo sacrificaban prisioneros a los dioses, sino que los desollaban. El ritual se celebraba en la fiesta de Tlacaxipehualiztli. Se les hacía combatir como gladiadores o se les asaeteaba y, a continuación, se les arrancaban los cueros. Los sacerdotes se ataviaban con sus pieles. El hallazgo es tan macabro como el que hace años nos reveló, también en Méjico, que los xiximes cazaban rivales y los cocinaban en sopa de habas y maíz, que ingerían en rito caníbal. Los huesos se limpiaban y colgaban de los árboles para garantizar las cosechas.

Los misioneros jesuitas habían consignado en sus crónicas estas prácticas, pero los historiadores las despacharon por exageradas, hasta que los hallazgos en la Cueva del Maguey probaron los relatos en 2011. Se generó entonces cierto malestar, porque resultaba desfigurado el buenismo sobre el pasado indígena. Cuando se reduce la conquista a batallas cruentas o explotación colonial, se obvia que la cultura europea y el cristianismo ayudaron a superar prácticas bárbaras.

Por debajo del debate asoman los flecos del relativismo. Todas las culturas son interesantes, pero no todas son igualmente buenas, salvo que antepongas el interés etnológico al destino de las personas individuales. Naturalmente esto tampoco faculta a las potencias dominantes para el colonialismo. El indigenismo resulta estomagante en un tiempo en que el mestizaje es un hecho. No es sino una forma de justificar nuevas dominaciones de élites locales.