Opinión

Comprareis pastillas como si fuera pizza y veréis morir de sobredosis a vuestras madres e hijos

Estamos en 1929 y una empresa metalúrgica construye en Portsmouth, Ohio, una piscina del tamaño del parking de unos grandes almacenes. La bautizaron Dreamland. 90 años más tarde la vieja comunidad, entonces próspera, malvive como tantas otras en EEUU. Arrasada por el cambio de paradigma económico, la destrucción de los empleos fabriles y, de un tiempo a esta parte, la explosiva propagación de una crisis de opiáceos bestial. Capaz de liquidar tanto a estrellas del rock como Tom Petty o Prince, que sufrían problemas de cadera, como de agusanar estratos sociales hasta entonces reactivos.

Fue primero la prescripción y venta de analgésicos en los años noventa, en buena medida gracias a las campañas de la farmacéutica Purdue Pharma y su legendario OxyContin. Después llegó la heroína. Letal, barata, irresistible. Comercializada por unos jóvenes y emprendedores narcos mexicanos, que vieron en los nuevos consumidores la oportunidad de explotar un segmento del mercado hasta entonces inédito. El de las amas de casa, los jugadores amateurs de fútbol universitario y los comerciantes, taxistas, camareros y profesores con problemas de huesos, a los que proveían de merca mediante un servicio inspirado en las técnicas de los vendedores de comida a domicilio. Sam Quinones, autor del monumental Dreamland: the true tale of America´s opiote epidemics, comenta que aquellos mafiosos «Eran igual de expansivos que las franquicias. Empiezan en el Valle de San Fernando, en Los Ángeles, después saltan por la Costa Oeste, y en los noventa, buscando nuevos consumidores, cruzan el Mississippi. Justo cuando se calentaba la promoción de las pastillas contra el dolor».

En la opulenta Nueva York, la ciudad que puede permitirse echarle un pulso a Amazon, son ya tres años seguidos con más muertos por sobredosis que en ningún otro momento de la historia. Basta con pasear cualquier día por las calles del East Harlem, muy cerca de la esquina noreste de Central Park, o viajar hasta el South Bronx, para encontrar unos tipos humanos, demacrados, con el hambre del yonqui en la pupila, que parecen salidos de los años ochenta. ¿Basta? En realidad no. Muchos de los nuevos adictos viven en zonas de clase media y media/alta en Brooklyn, Mahattan y Queens. Te los cruzas en el parque junto a los niños, en los restaurantes más confortables, en los conciertos de jazz y en los campos de baloncesto del colegio al que acuden sus hijos. La guadaña de la adormidera y sus sucedáneos de laboratorio no conoce aduanas. Ha causado 337 muertes por sobredosis durante el tercer trimestre de 2018. Un muerto cada seis horas. El doble que en el peor momento, 1995, de la epidemia de SIDA. Hoy mueren más neoyorquinos al año por sobredosis de drogas que por homicidios, suicidios y accidentes de coche juntos. Entre los sospechosos habituales, el fentanilo, responsable de un 50% de las muertes. Si incluimos la heroína, que inunda las calles con dosis de una pureza superior al 90%, resulta que ocho de cada diez muertes por sobredosis son atribuibles a los opiáceos. Cómo será la cosa que los neoyorquinos pueden solicitar a la ciudad naloxona, un medicamento usado para revertir la sobredosis. También tienen a su disposición entrenamiento gratuito para reconocer los síntomas e intervenir.

Pero volvamos a Ohio. A las poblaciones que allí, y en Tennessee, Indiana, Carolina del Norte y etc., encarnaron durante el ideal de la vida estadounidense, tipo American graffiti. «Si queremos entender algo debemos mirar hacia Porstmouth», explica Quinones, «es un pueblo interesante. Antes que nada ha sufrido la destrucción de los lazos de la comunidad, las fábricas que empleaban a la gente, el cierre de las tiendas locales, en definitiva, del tejido que permitía que la gente trabajara, y de las redes de solidaridad que todo eso implicaba.

A principios de los ochenta cerraron varias fábricas, entre ellas la acería, y poco a poco el pueblo se va despoblando, se llena de casas abandonadas, y se perdieron los factores lo que mantenían vivo el sentido de comunidad, que permitía defenderse de la droga y otros problemas sociales. La gente se quedó indefensa, sin músculo comunitario. Y esto sucede tanto en los lugares de clase obrera como en los suburbios muy nuevos, donde tampoco hay un sentido de comunidad». En Porsmouth, además, abrió «la primera clínica que supuestamente trataba dolores, pero entre comillas lo de tratar, nada que ver con algo legítimo, y donde el médico prescribía pastillas a cualquiera que fuera con 200 o 250 dólares. No había otros trabajos, y mucha gente puso sus propias clínicas, buscaron médicos vulnerables, adictos, que servían de fachada, y juntos ganaron muchísimo dinero, miles, millones de dólares, y claro, eso fue creando un mercado negro». Hacían caja gracias a unos consumidores desesperados por conseguir medicamentos contra el dolor. Nadie supo cómo lidiar con unos adictos invisibles. «Su perfil era muy distinto. La gente no quería compartir que un ser querido era adicto a las pastillas, no digamos ya a la heroína. Todo el mundo callaba. Los periódicos se llenaron de mentiras. Fulano de tal murió a la edad de 25 años de un infarto en su casa. Por favor! Todo el mundo lo escondía. Abuelos, tíos, gente con 40, 50, 60, 70 años, que tenían problemas de dolor por su trabajo, por culpa de lesiones deportivas, por la edad, y el doctor les recetaba un montón de pastillas y acaban enganchados». Las soluciones actuales estarían ocasionando víctimas colaterales. Pacientes que necesitan opiáceos y que se ven de pronto sin parapetos frente a una existencia de dolor. No son infrecuentes los suicidios. Otros muchos acaban en la heroína. El doctor Stefan G. Kertesz, investigador de la Universidad de Alabama en Birmingham y autor de estudios como A crisis of opioids and the limits of prescription control comenta a este periódico que «Tanto la promoción intensiva de opioides para el dolor como el abrumador énfasis actual para acabar con su uso reflejan un esfuerzo por abordar un fenómeno humano grave y complejo (dolor) como si estuviéramos ante una enfermedad única y fácil de definir». El problema es que «el dolor es una experiencia que representa el resultado final común de una combinación de factores físicos, emocionales y situacionales que hacen que una persona se sienta directamente perjudicada o amenazada». En su opinión, «a medida que pasamos de una solución simple a otra, nos vemos obligados a ignorar y descartar las consecuencias humanas de nuestras propias políticas». Tampoco sorprende que «Las personas que primero expresaron su preocupación por la prescripción de opioides imprudentes fueron atacadas y vilipendiadas. Ahora, las personas que expresan inquietud acerca de la restricción de opioides imprudente están frecuentemente sujetas a ataques muy similares». «A medida que disminuyeron las recetas de opioides», añade, «también disminuyó la cantidad de jóvenes que reportaron un mal uso de analgésicos recetados. Ese es un beneficio posible. Pero al mismo tiempo hemos empujado a los usuarios de opioides de mayo a un producto mucho más peligroso la [heroína] y, como resultado, las personas con adicción a los opioides están muriendo rápidamente».

Si quieren entender la tercera pieza de este engranaje malévolo, si aspiramos a viajar de aquellos médicos sin escrúpulos de los noventa a los audaces narcos que empezaron a vender heroína hay que rematar con la sala de juicios en Brooklyn donde hace unas semanas fue condenado uno de los grandes jefes del Cártel de Sinaloa, Joaquín El ChapoGuzmán. «Con la expansión del número de consumidores», aclara Quinones, «decenas de miles de adictos, muchos sin poder adquirir o comprar la pastillas, que valían en el mercado negro unos 80 dólares por gragea, aparecen alrededor de 2007 nuevos actores en México, más siniestros y con más capacidad de promoción, y que descubren que hay todo un nuevo mercado. Arranca entonces la expansión de la producción de heroína entonces en México, de la mano de los grandes cárteles. Posteriormente entendieron que las ganancias que sacaban podían multiplicarse, gracias a que los gastos eran mucho menores, usando el fentanilo como sustituto de la heroína. ¿Para qué mantener parcelas, campesinos, empacadores, si podían producirlo todo en un sótano con un químico y unos cuantos productos?». La puntilla llegó con la legalización deiure o de facto de la marihuana en muchos estados y la relajación de las políticas de narcóticos. La marihuana era ya demasiado barata. El narco no podía competir con las empresas legales. Necesitaba desarrollar nuevas ofertas. Los opiáceos naturales y sintéticos cayeron del cielo. En 2016 hubo más de 42.000 muertes por estas drogas en EEUU. El número sigue creciendo. «Espero equivocarme», sentencia Quinones, «espero no tener razón, pero creo esto que va a durar años. Ojalá que no, pues está ocasionando demasiadas torturas para comunidades enteras, pero...».

Entre tanto, sentencia el doctor Kertesz «Los pacientes que sufren de dolor severo de naturaleza crónica ahora se encuentran con que hay una gran renuencia entre los médicos para atenderlos, y una mayor renuencia a prescribir opioides, incluso cuando nada más ha funcionado. A menudo están aislados de los opioides porque sus médicos tienen miedo. Por lo tanto, migran a los programas de tratamiento de la adicción. Esto no solo es malo para los pacientes, sino que también crea una nueva demanda en nuestro extremadamente débil sistema de tratamiento de adicciones. De modo que en lugar de salvar las vidas de las personas que están a punto de morir por la adicción ahora hay médicos y enfermeras que se ocupan de pacientes con dolor abandonados. El silencio oficial sobre la angustia de esta población es notable. No se han establecido registros para evaluar si viven o mueren después de que se suspenden sus medicamentos, aunque esto es fácil de medir. El resultado es que tenemos miles, si no millones de estadounidenses, incluidos los estadounidenses que realmente van a necesitar opioides, que viven en un estado de completo terror. Un terror minimizado y descartado de forma rutinaria por los medios de comunicación y los líderes políticos, que no encuentran inconveniente en negar la existencia de estos pacientes».

Julio Valdeón