Opinión
Michael Jackson: odiar al monstruo y amar a su obra
Ayer terminé de ver el documental Leaving Neverland y yo, que venía bastante predispuesta a odiar al monstruo e indignarme muy fuerte, tengo ahora sentimientos bastante encontrados. ¿Habré visto un documental diferente al que ha visto todo el mundo? No me iba a extrañar nada algo así, creedme.
Donde todos (casi todos, tampoco quiero exagerar) han visto la prueba irrefutable de que Michael Jackson era un degenerado, un ser abyecto que se ganaba la confianza de los niños de los que se encaprichaba y de sus familias para acabar abusando de ellos, yo lo que he visto es un ejercicio audiovisual muy parcial en el que se muestra una sola versión de los hechos relatados. A mí, que me molesta muchísimo que me indiquen lo que tengo que opinar a fuerza de llevarme de la mano y señalarme dónde mirar y dónde no, me incomodó desde el primer momento la manipulación manifiesta de mostrarme a dos criaturas preciosas e inocentes con las que rápidamente simpaticé para, a continuación, narrarme sin escatimar detalles unos hechos horribles. ¿Cómo no voy a estar de su parte? ¿Cómo voy a dudar? Quiero salvarles de ese horror antes casi de que empiecen a contármelo.
A lo largo del documental no se aporta, en realidad, ni una sola prueba que confirme los abusos más allá de los testimonios de los dos niños, ya adultos, y sus familiares. En ningún momento los cuestiona o los confronta con las declaraciones de aquellos que apoyaron al artista y testificaron a su favor, de los agentes del FBI que participaron en las investigaciones y que no encontraron absolutamente nada que las demostrase o de sus familiares y amigos que le conocían y no dieron crédito al as acusaciones. Únicamente nos muestra una parte muy sesgada de la historia, apelando constantemente a las emociones y no a las razones. Nos pide el director un acto de fe: crean lo que les cuento, porque yo lo digo. Ay, mira, no sé. Tengo mis dudas.
A mí, tras ver las dos partes de las que consta el documental, me surgen más interrogantes que respuestas. ¿Podemos creer ciegamente en esos testimonios y afirmar con rotundidad que Michael Jackson era un pederasta que abusó de criaturas inocentes? Y si fuera así ¿Por qué las familias tardaron tanto en reaccionar? ¿Por qué se normalizó una situación si les parecía tan extraña desde el principio? ¿Por qué, una vez conocidos los hechos y denunciados, aceptaron dinero (mucho dinero) a cambio de silencio sabiendo que eso podría seguir pasando a otros niños si Jackson quedaba libre? ¿No se parecería un poco ese acto a haber prostituido a sus propios hijos? ¿No sería mejor, o al menos más honesto, que pagara por lo que había hecho y que no volviese a ocurrir a nadie más? ¿Por qué sacarlo ahora de nuevo a la luz si no es exclusivamente por (más) dinero? ¿Cuántas veces he escrito la palabra “dinero” en el último párrafo? No tengo respuestas, la verdad. Yo me he quedado exactamente igual que cuando empecé a verlo. La sospecha sigue sobrevolando sobre el cadáver del artista, pero no encuentro nada tangible que lo certifique. Si tengo que decir si sé que Michael Jackson abusó de esos niños, la respuesta sería no. No lo sé. Podría creerlo, pero no saberlo.
Independientemente de todas estas preguntas que siguen sin respuesta y de mis propias convicciones al respecto, me sorprende todavía más si cabe la reacción furibunda que observo a mi alrededor. Buenísimas personas jurando y perjurando, tubérculo en mano y nubes rosas detrás al más puro estilo Scarlett O'Hara, que jamás volverán a escuchar Thriller. Yo, que soy muy fan de las reacciones desmesuradas, no puedo más que asistir fascinada a este nuevo fenómeno social, el del justiciero moral fuertemente indignado.
Ya ocurrió cuando salió a la luz la historia de Neruda abandonando a su suerte a su pareja con una hija hidrocefálica en común. Qué cuajo, Neruda, también te lo digo. La reacción fue un poco la misma. Muchas personas de bien se lanzaron a arrancar sus poemas de la memoria, de las carpetas de adolescencia y, si las llegan a dejar, del temario escolar. Como si obra y autor fueran todo uno. Y yo me pregunto ¿Es la vida privada de un artista determinante en su obra o caminan por separado? O, dicho de otro modo ¿Podemos disfrutar de la obra de alguien cuya conducta es, o creemos que es, reprobable? Si así fuera... ¿Qué es censurable? ¿Dónde estaría el límite? ¿Aparcar en zona de minusválidos no, desentenderse de su prole por la razón que fuere sí? ¿Abuso sexual, censurable, pero solo si se demuestra en sede judicial? ¿Pedofilia mal, gerontofilia bien? ¿Robar en grandes superficies bien, pero no en pequeños comercios? ¿Y decir palabras malsonantes o pedir las cosas sin decir “por favor” y “gracias”? ¿Escribir con faltas de ortografía? ¿Dónde paramos? Necesito indicaciones concretas, por favor.
Por si acaso yo voy a ir guardando en un lugar seguro mi ejemplar de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, mi colección de pelis de Woody Allen, la de Polanski, una copia de Sospechosos habituales y de las primeras cinco temporadas de House of cards. Voy, ya puestos, a fundar un club secretísimo que se llamará Genios Nefandos y nos dedicaremos a salvaguardar las obras de tipos sumamente talentosos pero supuestamente infames. Quedaremos en locales clandestinos y sótanos inmundos para ver sus películas, leer sus novelas, recitar sus poemas, contemplar sus pinturas. Seremos gentuza que bebe cerveza mientras disfruta la obra de hombres y mujeres de asombrosas cualidades artísticas y moral abyecta. Seremos a esta nueva corriente timorata lo que Granger a Fahrenheit 451, y apostaremos muy fuerte por separar al hombre de sus ideas y por admirar su obra aunque detestemos sus actos.
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