Opinión
Hace ahora cinco años
Se cumplen cinco años de la muerte de Adolfo Suárez. Yo estuve cerca de él cuando casi todos lo abandonaron. Esto me da, creo, alguna autoridad moral para volver ahora sobre su memoria, cuando la vida política parece que ha perdido el quicio y asistimos a oscuras maniobras para derribar, a golpe de piqueta y de rencor, el edificio de la concordia que él contribuyó decisivamente a levantar. Lo abandonaron los mismos que, una vez muerto, lo glorifican. Al final estaba solo. Una «encerrona» con jefes militares levantiscos en el palacio de La Zarzuela
–entorchados de la misma estirpe que los que se apuntan ahora en las listas de Vox– significó el empujón definitivo para su caída. Pero fue la soledad, una soledad pavorosa, la que le obligó a dimitir. Lo que más le dolió fue la ingratitud de muchos y la pérdida de confianza del Rey, aprecio regio que recuperó al final cuando estaba ya fuera de la política y casi de sí mismo.
Nunca le oí hablar mal de nadie. Siempre buscó el entendimiento. Tenía una irresistible vocación política, pero no fue un verdadero hombre de partido. Luchó siempre por el bien común y, desde luego, peleó por el poder, que es una noble razón de la política. Fue un patriota, que nada tiene que ver con los salvapatrias que ahora tanto ruido hacen. Adolfo Suárez desbordaba generosidad con sus adversarios políticos. A veces más que con sus seguidores leales. Ya apartado de la política activa, con la desgracia enseñoreándose de su casa y con los primeros síntomas de su enfermedad, escribimos un libro entre los dos, publicado en Espasa en 1996 –él puso los textos y yo el contexto–, que se titula «Fue posible la concordia», título que luego se convirtió en su epitafio. Me cabe, pues, el honor de ser el autor del mismo. Suárez escribió el prólogo de este libro, en el que dice: «Pienso que en mi actividad política no he hecho daño a nadie. Al menos no tengo conciencia de haberlo hecho. A nadie he considerado nunca ''enemigo''. No creo que la política consista en una dialéctica de la hostilidad».
Su enfermedad, con pérdida progresiva de memoria, causada seguramente por los muchos sufrimientos y sinsabores, avanzaría lenta e implacablemente. Lo último que perdió fue su «pensamiento político», siempre clarividente. En la última conversación que mantuve con él me sorprendió su honda preocupación por Cataluña, cuando aún no había ningún síntoma visible de la deriva actual. No está de más tomar nota y honrar su memoria cinco años después de su muerte.
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