Opinión
Releer la historia
Una de las escasas ventajas que tiene envejecer, renovando neuronas, consiste en contemplar los acontecimientos políticos con perspectiva y sin excesivo dramatismo. Todo parece ir repitiéndose como si el individuo (sea mujer u hombre) hubiera vivido ya parecidas situaciones incluso varias veces, aunque con variantes. En este país (repetimos la feliz fórmula de Larra) nada nos parece tan trascendental como unas elecciones o los perpetuos períodos preelectorales. Los creadores de opinión los entienden siempre como trascendentales, claves, decisivos, capaces de reconvertir un país, a quien se le otorgó la democracia en una inacabable Transición que aún perdura. Hemos pasado del teórico bipartidismo, al multipartidismo, pese a que siempre, en la práctica, los partidos se han visto obligados a pactos con formaciones minoritarias. Asombra de que en el futuro se extrañen los acuerdos, pero a la postre los dos bloques esenciales, muros que se pretendía derribar, permanecen incólumes: derechas e izquierdas, aunque hoy más fragmentadas y débiles que ayer. Se reitera la habitual incógnita de si los cambios que en el escenario teatral de la política se reiterarán en los programas, en esta ocasión llegarán a buen término y se resolverán los problemas psicológicos de un país que se tienta las heridas, aunque no logre aliviarlas con un mínimo linimento. Salvo la muerte del general Franco en su doloroso lecho (¡cómo hubiera autorizado entonces una ley de eutanasia!) que alteró el discurrir político y permitió el cambio –de la ley a la ley– en forma de gobierno, hoy percibimos que jamás se llegó al meollo de cuestiones que se remontan hasta los orígenes de nuestra modernidad, mal acoplada a la de otros admirados países europeos.
El Estado español nunca se atrevió a defender, como hiciera Francia, un definitivo centralismo. En consecuencia, tampoco resolvió su endémico problema territorial, fruto de naciones diversas que se sirvieron de pactos de convivencia. Los políticos dan vueltas a un problema que no coincide en los tiempos. En Cataluña hemos visto desde prohibir el catalán, tras la guerra civil, y hasta cualquier brizna de catalanismo, amparado por un franquismo no menos catalán que cerró los ojos al independentismo minoritario, herencia de siglos anteriores, descartado a base de cañonazos desde el propio Montjuic, hasta, por malas cabezas, al infausto proceso al «procès», del que nada bueno se desprenderá. Pero, al tiempo, la riqueza española sigue incrementándose en manos de las mismas familias, aunque los muy ricos lo sean cada vez más, los ricos un poco menos y los pobres traten de mantenerse a flote en una sociedad injusta. La mayor parte de países en los que predomina el capitalismo liberal sufre de parecidos males. No es que en su retorno el líder de Podemos –la gran esperanza de los que solo tienen esperanzas– descubriera el Mediterráneo con ideas que hemos visto y leído tantas veces: análisis radicales y arrepentimientos mínimos, que se evaporarán en poco tiempo. Nuestro ancestral pesimismo, que podemos observar ya en el nacimiento del género picaresco, tan peculiar, constante y lamentable en su esencia: ingenio contra hambre, se ha convertido en una constante más allá de la literatura. La derecha española, identificada con la tradición y con una España sin problemas, aseguraba hace años que se percibía diferente, casi excepcional. La solución fue, en parte, convertirla en paraíso turístico. Tal vez, con la asesoría de Trump y su delegado en Europa, Vox logre agrupar a otros extremistas europeos de la derecha. Campean ya en Francia, Italia y hasta Alemania. Están divididos, aunque avancen, cada país con sus resucitados mitos. No es de extrañar, por consiguiente, que Pedro Sánchez pretenda descartar un símbolo que aquí sí se materializa en el Valle de los Caídos y que nos retrotrae a un pasado que resurge en Europa (y nos creímos la excepción. Si Alberti aseguraba que había nacido con el cine, mi generación vivió con Franco y una exigua minoría contra él.
Casi nada se nos puede antojar nuevo ni excepcional, salvo el desconocimiento de la historia, incluso la más reciente, aunque algunos crean que ya feneció, pero reaparece una y otra vez, porque forma parte de nuestro sustrato. La mediocridad de la clase política (un ejemplo meridiano lo constituye la Gran Bretaña del Brexit) contribuye a desdibujar un futuro que habrán de manejar con adecuado timón las nuevas generaciones con mucha imaginación y, sin duda, mediante algún cambio radical. Este país puede también tener remedio, incluso muchos y de diversa índole, siempre que quienes dirijan las maniobras superen los cuatro años electorales y consigan suficiente estabilidad. Tal vez Pablo Iglesias se crea pueblo, pero este término se nos antoja anacrónico, vago, indefinido. El peligro es regresar, sin tener conciencia de ello, a un romántico pasado, más allá del franquismo que suponíamos superado, aunque resulte ya enquistado en el sustrato de aquella España que se despuebla, anclada en las viejas esencias. Tal vez convendría leer más despacio la historia (hoy relato) sin entusiasmos, críticamente.
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