Opinión

El odio al espíritu

La muerte de Javier Muguerza, al que conocí de cerca cuando las revueltas estudiantiles, me ha removido por dentro. Era el último representante destacado del pensamiento filosófico en España, junto con Agustín Andréu, y un maestro de la ética, siguiendo el camino de su maestro Aranguren. Uno de los pocos que deja una herencia valiosa de ideas y discípulos y al que, por cierto, el Estado no ha tenido en cuenta a la hora de los premios y reconocimientos. Esto da un poco de vergüenza. Muguerza estaba por encima de la patulea. Trajo con él la gracia, como dice Amelia Valcárcel. La noticia de su tránsito ha coincidido con otra noticia que también me ha golpeado por dentro: la mitad de los jóvenes españoles se declaran ateos, y casi nadie se casa ya por la Iglesia.

De pronto me ha venido, a este propósito, a la cabeza una escena antigua. Es el otoño de 1936 en Salamanca, donde Franco tiene el cuartel general en el viejo palacio episcopal. Kazantzakis, uno de los pensadores europeos más respetados entonces, acude allí a solicitar autorización para visitar a Unamuno, aquel «formidable puercoespín». Quería conocer de primera mano su opinión sobre lo que estaba pasando en España, laboratorio de lo que vendría en Europa. El escritor griego describe bien el escenario: una habitación larga, desnuda, con pocos libros, dos grandes mesas, dos paisajes románticos y grandes ventanales por los que entra mucha luz. Oye por el pasillo, procedentes del fondo del corredor, unos pasos cansados, pasos de anciano, que se aproximan. Unamuno moriría unos meses después, el 31 de diciembre. Y esta es su respuesta a la curiosidad de Kasantzakis: «El pueblo español está enloquecido, y no sólo el pueblo español, sino quizá el mundo entero. ¿Por qué? Porque el nivel intelectual de la juventud en todo el mundo ha descendido. Los jóvenes no se limitan a menospreciar el espíritu, sino que lo odian. El odio al espíritu: he aquí lo que caracteriza a toda la nueva generación».

Yo no los culparía. Lo que parece claro es que la Iglesia española, en esta hora difícil, está muda, como ausente, y los intelectuales –se nos ha ido uno de los últimos dignos de ese nombre– están perdidos o apesebrados. Los medios de comunicación han dejado de ser el intelectual colectivo que decía Aranguren. Y las redes sociales, donde se nutren los jóvenes, son un cenagal. Todo parece programado, y más en este tiempo electoral, desde oscuros y nauseabundos centros estratégicos, especialistas en sembrar el odio y la discordia. Ya no hay guías espirituales en España.