Opinión

La soberanía

No pretendo buscar la palabra soberanía en el diccionario. Tampoco acudiré a las sabias definiciones de mi viejo Espasa-Calpe –edición de 1935– que conservo como herencia familiar. Mucho menos consultare Wikipedia para ver cómo intenta definir este concepto. Lo que si voy a hacer es explorar allí donde tengo archivados mis sentimientos, mis amores, para ver si encuentro algo de luz con esto de la soberanía. Personalmente imagino que la soberanía es el nivel supremo de donde surge la autoridad necesaria para que los seres humanos podamos vivir juntos y no se repita –entre hermanos– la historia de Abel y Caín. Hace ya muchos años por encima de la soberanía solo estaba Dios, que la concedía a unos pocos a los que solíamos llamar reyes. Ahora, en Occidente, ni tan siquiera Dios está por encima de la soberanía ya que ha sido entregada al pueblo. Por ello, entre nosotros, la soberanía popular, de donde emanan todos los poderes, se encarna en unos políticos que elegimos cada pocos años por el procedimiento de introducir una papeleta en una urna transparente. La soberanía será pues un concepto permanente, pero quienes la materializan cambian –a veces vertiginosamente– y en muchos casos ni son dignos, ni tan siquiera conscientes, de que nos representan a todos y no solo a los suyos, a los que les hemos votado. Pero ¡que vamos a hacer! con estos bueyes hay que arar los campos del vivir en común de esta democracia representativa nuestra tan delicada.

Para los militares especialmente, esta cuestión de donde surge la soberanía no es asunto trivial. Suelo pensar a menudo en el trance de aquellos soldados y marinos que en 1808 pudieron comprobar que sus Reyes, sus Soberanos, no estaban a la altura de la España que encabezaban. Debió ser un drama para aquellos confusos militares ver como el concepto de soberanía emigraba del Rey al pueblo. Y las guerras carlistas que siguieron confirmaron lo duro que es cambiar la legitimidad, la fuente de donde surge la autoridad para gobernarnos ¿Dios y Rey o alternativamente, pueblo soberano? ¿Tradición o liberalismo? Aquellos largos y convulsos años fueron testigo de lo difícil y doloroso que es intentar cambiar el paradigma de la soberanía pese a que el bien del pueblo siempre había sido la justificación última –muchas veces invocado teóricamente– de donde emanaba la legitimidad del gobernante.

Espero que Uds. sean indulgentes con mi ruda lógica marinera pues no he traído aquí a cuenta este tema para interpretar el nacimiento de la democracia representativa sino más bien para tratar de intuir lo que se avecina en Europa estos próximos años. Cuando la soberanía pasa de ser un concepto abstracto a una realidad actuante se materializa en leyes, sentencias judiciales y normas económicas y sociales que en el caso de la España actual surgen en gran medida o son supervisadas por instancias de la Unión Europea (UE). Lo mismo pasa con la moneda –uno de los más antiguos símbolos de la soberanía– que es regulada a nivel de Eurogrupo. Se podría argumentar que lo que estamos delegando en la UE no es realmente la soberanía pues si los españoles lo decidiéramos asi, podríamos recuperar lo transferido. Pero el esperpéntico espectáculo del Brexit demuestra que esta hipotética posibilidad de dar marcha atrás es extremadamente difícil y dolorosa. Casi tanto –podríamos decir– como una guerra carlista, eso sí, esta vez sin armas, pero con un cierto riesgo de fractura interna para el conocido hasta ahora como Reino Unido.

Y todo este proceso de emigración de soberanía hacia la UE, me pregunto ¿no debería tambien tener un reflejo en los militares? Mi mochila de devociones está llena con España. En mi caso, la Virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa, que quiere ser Capitana de la tropa aragonesa. Y esto lo oigo dentro de mí con la fuerza desgarrada de una jota. Los militares de mi generación como dice el himno, no supimos vivir de otra manera, no quisimos servir a otra Bandera. Pero... la cabeza tiene otro mensaje distinto al del corazón: que para sobrevivir, para seguir siendo relevantes en el mundo, los europeos nos deberíamos unir. Y no hay unión posible sin un cierto grado de amor. No estoy preconizando un mensaje cristiano como el de amar a nuestros enemigos –en nuestro caso meramente ex enemigos– sino señalando una dicotomía que debería ser evidente para los europeos: unión o irrelevancia o quizás, en el peor de los casos, vasallaje. Yo no poder llegar a querer a los europeos, al menos no con la misma intensidad que a España. Pero pienso que quizás nuestros hijos, y desde luego nuestros nietos deberían intentarlo. Con becas Erasmus o simplemente a la brava. Y los militares españoles tambien tendrían que prepararse para defender esa parte de la España tradicional que estamos transfiriendo a Europa; los de mi generación no seremos capaces de hacerlo con el corazón, quizás, tan solo podamos intentarlo con la mente. Los que nos sigan tendrán que aprender a poner los dos –corazón y cabeza– en la defensa de Europa y sus intereses. Ojala que sea un proceso menos doloroso que el de nuestra Guerra de Independencia. Y las otras muchas que siguieron.