
Opinión
Notificación
Vivimos instalados en la alarma perpetua. La Gran Recesión ha coincidido con el clímax de la última revolución tecnológica, que nos mantiene alerta a cada segundo, enviándonos notificaciones sobre las cosas más absurdas y, en tristes ocasiones, tremendas. La notificación es un telegrama instantáneo que brilla en la pantalla del teléfono en los momentos más inadecuados. Casi todas las notificaciones hacen un ruidito, además. O un destello de luz, un fogonazo mínimo pero apremiante. Ni los jóvenes que han decidido no leer periódicos se libran del sobresalto de las notificaciones, porque tienen constancia inmediata de los «likes» que reciben sus amigos en las redes sociales. Cada «like» que obtienen los demás, parece que se les escamoteara a ellos. Y eso duele.
La notificación de un «like» engorda el ego de quienes creen, junto con Ambrose Bierce, que son egoístas las personas que se interesan por sí mismos, y no por ellos. La notificación es una circuncisión electrónica que no cesa. Infatigable mutilación, pequeña pero incisiva y desgarradora, ahí donde más lastima. Aparece en la pantalla día y noche, a cualquier hora, entorpeciendo el descanso de los usuarios de teléfonos carísimos, invadiendo la intimidad, el ocio, el sueño, el sexo, el cuarto de baño... La privacidad hoy, por culpa de la ultraconexión, es como un campo abierto sobre un acantilado, atravesado por vientos metomentodos, y casi siempre enfurecidos. La intimidad se ha desguarnecido: nos vigilan a través de la cámara del teléfono. Nos oyen roncar, despotricar, amar y deglutir.
No merecemos tantas notificaciones. Si las mereciésemos seríamos como Frank Sinatra, que decía: «Si fueran verdad todos los ligues que me atribuyen, hoy permanecería en un frasquito de alcohol en la Universidad de Harvard». No soportamos tanta información. Son tantas las notificaciones urgentes que ya no sabemos qué es una emergencia. Y, cuando hay algo acuciante de verdad, le damos un manotazo al móvil, como si fuera una molesta mosca digital, y justo entonces pasamos graciosamente del mensaje donde nos comunican la muerte de un ser querido, una tragedia nacional, los malos resultados de unos análisis médicos... La incesante notificación nos ha vuelto tan desorientados como Mickey Rooney cuando aseguraba: «Estoy confuso, he tenido tantas esposas y tantos niños que no sé a qué casa tengo que ir en Navidad».
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