Opinión

París

Las redes sociales echan humo contra Macron. Acusan, con muy malos modos, al presidente francés de injerencia en la política española. Los más desaforados llegan a mencionar la guerra de la Independencia. El malestar procede de amplios círculos del centro y la derecha. En estos ambientes no ha gustado nada la presión del Elíseo contra los pactos municipales de Cs, que necesitaban el visto bueno de Vox, el partido caricaturizado de extrema derecha, para que salieran adelante. Los activistas de este último partido en las redes son, como era de esperar, los que se muestran más incendiarios, pero la crítica, como digo, es de amplio espectro. Coincide con el idilio que parece vivir el liberal Macron con el socialista Pedro Sánchez, al que, como se sabe, media España aborrece, incluido Rivera, el socio en Europa del actual inquilino del Elíseo, que no oculta su radical desconfianza hacia el personaje.

Aparte de la legendaria prepotencia francesa y del no menos legendario orgullo español, que parecían prejuicios disipados cuando dejó de haber Pirineos, la causa de este evidente malestar estriba en que no haya habido, que se sepa, ningún reproche ni advertencia de las autoridades francesas a Sánchez sobre su cantada alianza con Podemos, un partido populista de extrema izquierda, que viene ejerciendo chantaje permanente sobre el sistema constitucional y que es menos europeísta y mucho más peligroso que Vox. No se sabe que de esto hayan hablado los dos mandatarios tomando el sol en La Valeta la semana pasada. Tampoco constan reproches ni advertencias de Macron a Sánchez por fiar su próxima investidura, además de a Podemos, a los votos de soberanistas vascos y catalanes. Es posible que el presidente francés no esté bien informado sobre la realidad política española, como le pasaba a su antecesor Giscard d’Estaing, al que el presidente Suárez, según llegó a comunicarle al Rey, estuvo decidido, en un momento dado, a negarse a recibirlo en La Moncloa.

Los que amamos y admiramos a Francia, los que empezamos estudiando francés a los diez años, cuando en el bachillerato era la lengua dominante, antes de la invasión del inglés, los que hemos nutrido el alma en nuestra juventud de la gran literatura francesa, los que pasamos veranos en París, cuando el ambiente en España era cerrado e irrespirable –nunca olvidaré aquel verano del 68–, somos los más interesados en que los errores e idioteces de los mandatarios no nos oscurezcan, como el incendio de Notre Dame, el cielo de París, la villa que, según Junger, es, con los jesuitas, una de las instituciones matrices del mundo.