
Opinión
Mascarilla
Anteayer pasé por una experiencia angustiosa y terrorífica, digna de una película de Hitchcock. De golpe sentí que me faltaba el aire. El oxígeno entraba en mis pulmones, pero no a la manera de siempre. Como el poema de Celaya. « Poesía para el hombre/ poesía necesaria/ como el pan de cada día,/ como el aire que exigimos/ trece veces por minuto». El desasosiego aumentó cuando observé que aves y pájaros, de los estorninos a los patos azulones de las marismas cercanas, reyezuelos, petirrojos, verderones y herrerillos, volaban de este a oeste. Muy precipitadamente y cantando o trinando con extrañeza y miedo. Supe que se refugiaron, como en la película «Los Pájaros» del anteriormente citado director en los bosques de Caviedes y los altos de Labarces. Ningún vuelo despistado de oeste hacia el este.
Acudí con urgencia a la farmacia de Comillas. En mi casa viven muchas personas, sobre todo niños. Compré todas las mascarillas anticontaminación existentes, y en Cabezón completé el lote. Esas mascarillas son estéticamente ridículas, pero en efecto filtran el aire. Las usan mucho los japoneses, lo cual resulta a todas luces inquietante. Del bosque comunal de Ruiloba que se alza frente a mi casa, surgieron tres corzos saltando hacia prados más occidentales, rumbo a Ruiseñada. En mi casa, todos con mascarillas, la respiración estabilizada y el peligro de un episodio vascular, desactivado.
Los naturales del lugar lo comentaban en bares y tabernas. Jamás habían respirado un aire más denso y desagradable. Cuando aparecí por la taberna «La Bolera» con la mascarilla, los habituales de la peña me miraron asustados y un tanto envidiosos. Decidí, como los pájaros, volar hacia el poniente, con toda la familia a cuestas. Parecíamos un grupo de japoneses sin máquinas de hacer fotos. Y almorzamos un cocido lebaniego en El Oso de Liébana, superado Potes hacia Fuente Dé, en Cosgaya, municipio de Camaleño. Las altas rocas encinadas que guardan el desfiladero de la Hermida, por donde baja impetuoso el Deva salmonero, no permitieron el paso a la nube densa del ambiente. Nos quitamos las mascarillas –es imposible degustar un cocido lebaniego con la mascarilla puesta en su sitio– y recuperamos la tranquilidad. Coincidimos allí con diferentes amigos que también habían escapado de los aires imprevistamente contaminados provenientes del oriente montañés, de muy probable origen en Santander.
Nadie se lo explicaba. Retumbó la tormenta y cayó agua a manta y algo de granizo. Opiniones, cábalas, debates e intuiciones. Comunicamos con Santander y nos informaron que, efectivamente, la ciudad había sufrido por la mañana el equivalente a un ataque bacteriológico, pero que a primera hora de la tarde, todo había retornado a la normalidad. Volvieron aves y pájaros a ocupar sus dominios orientales y sus bosques preferidos, y los corzos recuperaron sus prados con su desarrollado instinto territorial. Amigos de Comillas y Ruiloba nos llamaron para anunciarnos la buena noticia. –Todo está como siempre. Podéis volver–.
Hoy –por ayer–, averigüé la causa leyendo «El Diario Montañés». El foco contaminante provenía del Hotel Bahía, que no tiene la culpa de nada. Creo que con unos pocos impulsos de «spray» el prestigioso hotel santanderino, ha recuperado su lujosa y antigua personalidad, amén de su mejor aroma. El Hotel Bahía tiene vocación de buque de la Armada, porque a su altura atracan los barcos de nuestra Marina. Hasta hace pocos días, la fragata «Blas de Lezo», ni más ni menos. Y cuando el «Juan Sebastián de Elcano» visita Santander, atraca frente al Hotel Bahía, en el muelle reservado a la Comandancia de Marina.
Hoy –por ayer–, he sabido las causas de la contaminación ambiental que sufrió el oriente y una buena parte del occidente de Cantabria. Sopló el nordeste durante unas horas y la espesura del aire se extendió hasta el valle de Cabuérniga y el hayedo del Jilguero, que en unas horas se quedó sin jilgueros, lo cual forma parte de un capricho, de una ocurrencia ornitológica. Cuando él se fue de vuelta a Madrid, el aire recuperó su calidad costera, y mi familia, ya sin mascarillas, abandonó –y espero que para siempre– su aspecto japonés.
Cuando finalizó su conferencia en el Hotel Bahía, y después de comer con sus anfitriones, el causante de la contaminación retornó a Madrid.
Fue irse Cristóbal Montoro, y Cantabria se abrazó de nuevo a la armonía, la decencia y la normalidad.
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