Opinión

¿Por qué nos acobardamos cuando más valientes deberíamos ser?

Cuando algo nos apasiona realmente no hay nada a lo que no

podamos enfrentarnos, ni dificultad que no intentemos superar. La perseverancia

no es otra cosa que cabezonería por algo que nos entusiasma y en lo que

creemos. Así que, en realidad, la perseverancia, más que una cualidad

intrínseca de la persona, es un estado mental transitorio. No hay personas perseverantes,

sino personas apasionadas por algo, y ese mismo sujeto al que vemos luchar a

brazo partido por aquello en lo que cree mostrará mucho menos tesón por un

proyecto que ni le va ni le viene.

Por esa razón, cuando ese temor tóxico al que hacíamos

referencia en el anterior post nos domina es señal inequívoca de que la pasión

por lo que hacemos brilla pos su ausencia. Como consecuencia incurrimos en

menos errores, pero también obtenemos menos éxitos. El miedo tóxico hace que

nos apoyemos conceptualmente mucho en el “NO” en lugar de el “Sí”, y nadie ha

emprendido con éxito jamás una aventura que comenzara con la palabra “NO”.

Imaginemos un emprendedor que justo antes de firmar la escritura de su nueva

empresa empezara a preguntarse: “¿y si no me quieren los clientes?, ¿y si las

cosas se tuercen?, ¿y si el mercado no está maduro para mi proyecto?”… No iría

demasiado lejos, ¿verdad?  El “NO” es un

elemento inmovilizador.

En su obra “Inteligencia emocional”, Daniel Goleman acuño en

1996 el concepto de secuestro amigdaliano para referirse a una pérdida de

control momentánea por parte del ser humano durante la cual las emociones, por

decirlo así, se hacen cargo de los mandos de la nave anulando cualquier atisbo

de racionalidad. Nos volvemos pura emoción y nos refugiemos en nuestros

cuarteles de invierno. Este gobierno del cerebro emocional o animal tiene su

reverso tenebroso en el sentido de que ante una situación de riesgo nos puede

llevar a comportarnos con demasiada tibieza y a no tomar la mejor decisión posible.

Ya hemos señalado que la biología es en buena medida

responsable de esta tendencia conservadora que tenemos todos. Pero también la

educación ha contribuido a ello. Desde pequeños nos han enseñado a perseguir la

seguridad. El trabajo fijo, el piso en propiedad, los ahorros en el banco… son

mantras que se transmiten de generación en generación calando en nosotros con

fuerza. Se nos invita a huir de lo incierto porque donde hay incertidumbre hay

peligro. Pero esa manera de afrontar la vida supone huir de la vida misma,

porque la vida, nos guste o no, es incierta. Y no podemos pasarnos la vida

huyendo de la propia vida porque eso no sería vivirla.

Las personas que se dejan dominar por el temor tóxico tienen

una serie de características que las convierten en previsibles. La primera y

principal es su poca tolerancia a la incertidumbre.  Emmanuel Kant decía que la inteligencia

humana se mide por la capacidad que tenemos de gestionar la incertidumbre. En

la época de Kant todavía no se conocía el concepto de inteligencia emocional.

Hoy sabemos que el axioma del filósofo podría muy bien puntualizarse bajo el

prisma de la inteligencia emocional de Goleman, una cualidad que escasea en

este tipo de personas.

Una segunda característica de estos temerosos crónicos es su

falta de aperturismo, su incapacidad para ver la realidad de una manera

diferente. Es decir, son personas poco creativas, y esa característica limita

su capacidad de respuesta ya que les impide contemplar distintas alternativas

ante un mismo desafío. Como consecuencia, este tipo de personas tienen escasa

cintura para gestionar el cambio, no son personas innovadoras y se muestran

reacias a emprender y a tomar iniciativas.

La tercera característica de estos perfiles es su escasa

flexibilidad. La rigidez de sus esquemas mentales hace que no miren la realidad

con mente de aprendiz continuo. No están dispuestos a aceptar de buen grado lo

nuevo y tienen intolerancia a la ambigüedad.

Por último, estas personas viven en permanente estado de

preocupación, angustia o ansiedad, algo que retroalimenta su tendencia a

comportarse de manera excesivamente cautelosa y a no enfrentarse adecuadamente

a las situaciones que supongan un desafío. Lo pasan mal y necesitan apoyarse en

una cada vez mayor número de personas para salir adelante. Como consecuencia,

se vuelven totalmente dependientes.

La mala noticia para este perfil de personas es que en el

actual mundo VUCA (volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad) esa

manera de funcionar está condenada al fracaso más estrepitoso. Por utilizar una

metáfora, sería como tratar de desenvolverse en un entorno seco protegido con

un traje completo de buzo. En los actuales entornos volátiles e inciertos, la

mejor manera de adaptarse es manteniendo una actitud de aprendiz continuo,

abierto a los cambios y sin llevar el freno de mano del miedo activado por

defecto. Quitarse las botas y la escafandra y tomarle el pulso a los peligros

(controlados) del mundo.