Opinión

Metamorfosis

La España vaciada se llena estos días. Vuelven al pueblo los que se fueron, sus hijos y sus nietos. Y no faltan otros forasteros curiosos. Es una impresionante metamorfosis. El ruido de la ciudad se apodera del mundo rural y sus tentáculos amenazan con acabar definitivamente con lo que queda de la civilización antigua. Los coches invaden las carreteras, los caminos y las calles. En El Valle, la comarca conocida como la «Suiza soriana», desde donde escribo, que ha sido la tierra de la mantequilla y de las vacas royas, hay hoy más coches que vacas. La carretera es un continuo trasiego. Del silencio y la soledad que se apodera de los caseríos durante el largo invierno se pasa estos días, en torno a las fiestas, al estrépito, la aglomeración y la música machacona y desaforada. El viajero de la ciudad que busca paz en el campo, que se olvide de venir en este calderón festivo del verano. No encontrará sosiego. Mejor que espere a septiembre cuando los políticos se enzarzarán de nuevo en sus insoportables e inútiles peleas. De la despoblación ya se han olvidado. Volverán a acordarse de la España abandonada cuando pidan otra vez el voto, seguramente, al paso que vamos, este mismo otoño. «¡Dadles leña!», te pide la gente del pueblo, lo aseguro. Del hastío se está pasando al cabreo en la España profunda. Por su inutilidad y por lo de Cataluña.

Pero esa es otra historia. Lo que quería decir es que estos días, en torno a las fiestas patronales de agosto, se produce en la España rural un llamativo fenómeno sociológico. Los que quedan sacan del arca las mejores galas antiguas, lo más florido de las tradiciones y recuperan por unos días el orgullo y la fe en sí mismos y en lo que fueron. Y al mismo tiempo los pueblos se transforman por unos días en aliviaderos o sucursales de la ciudad. Los que vienen son más e imponen su nuevo estilo de vida. Son dos culturas que chocan irremediablemente. La globalización arrasa las identidades, de las que sólo va quedando el pintoresquismo. Una milenaria forma de vida se resiste a morir y aprovecha las fiestas para demostrar a los que vienen de la ciudad su voluntad de supervivencia y la memoria de lo que fueron. Es una batalla perdida. Sólo queda recoger amorosamente los despojos. El agua que pasa por debajo del puente, ya no vuelve. Mientras tanto, que siga la fiesta, que suene la música y que corra el vino. También los pueblos tienen derecho a divertirse unos días antes de morir.