Opinión

Oriente Medio

Sufrimos los europeos una dolorosa parálisis, es decir, estamos empantanados y perplejos en el asunto de Irán y su conducta contra el tráfico marítimo en el Golfo Pérsico. Las amenazas iraníes, sus ataques a petroleros y los apresamientos de buques alegando motivos triviales son prácticas totalmente inaceptables. Pero ¿cómo alinearse con los norteamericanos en una operación de protección –que puede fácilmente escalar fuera de control– si estamos en desacuerdo en cómo está llevando la administración Trump el asunto de la denuncia del tratado de control nuclear de Irán? Esta es una píldora difícil de digerir. Por eso sugerí hace algún tiempo (Tribuna del 2 de Julio, El Estrecho de Ormuz) la conveniencia de organizar una operación europea de protección del tráfico marítimo –abierta a colaboraciones externas–, pero que disminuya el riego de ser arrastrados por los norteamericanos más allá de nuestros intereses. Esto nunca será fácil de evitar pues los conflictos bélicos suelen tender a simplificar las situaciones: solo existimos nosotros y nuestros adversarios. Naturalmente, que en un futuro previsible, nunca deberán estar los norteamericanos entre estos últimos.

Pero ¿cómo hemos llegado a esta situación con Irán? Este es el objetivo de estas líneas que quizás estén impregnadas de una cierta tristeza al constatar los graves errores que los últimos gobiernos norteamericanos han cometido en Oriente Medio y como nosotros –sus aliados europeos– hemos sido arrastrados e incluso podemos vernos involucrados todavía más en un futuro inmediato. Los EEUU en tiempos del Sha Reza Pahlevi eligieron a Irán como el guardián básico de sus intereses en la región centrados estos en el suministro estable del esencial petróleo. Cuando la Revolución islámica derroco al Sha, este papel lo heredo Arabia Saudí. Pero esto de tener un campeón –mimado militar y políticamente– ha dejado de tener sentido a mi juicio tras el «fracking», revolución tecnológica que ha convertido a los EEUU en el primer productor de petróleo y gas natural del mundo. O sea que la estabilidad del Oriente Medio sigue siendo importante, pero no vital para la seguridad energética mundial. Y, sin embargo, las últimas administraciones norteamericanas siguen actuando como si sus intereses nacionales básicos estuvieran todavía en juego en esta región a la vez que demuestran una cierta insensibilidad ante el factor ideológico/religioso que tan vital importancia tiene por esas atormentadas tierras. El ser consciente del tradicional enfrentamiento entre sunníes y chiitas es esencial para maniobrar estratégicamente en Oriente Medio y esto –casi nunca ha sido ponderado suficientemente por los norteamericanos. Al menos no por el Presidente Bush II cuando invadió Irak en el 2003 para neutralizar el régimen de Saddam Hussein lo que deshizo el equilibrio general imperante hasta el momento entre sunníes y chiitas, reforzando de paso el papel de Irán que se convirtió en la potencia hegemónica en la zona. La siguiente administración, la del Presidente Obama, tampoco debió considerar mucho las consecuencias de no intervenir en Siria que han resultado en el reforzamiento del régimen del Presidente al-Assad, aliado estratégico –y en menor grado ideológico– de los ayatolás iraníes. Y el golpe definitivo contra el equilibrio sunní chiita vino de Trump, al liquidar unilateralmente –y sin justificación de derecho internacional– el tratado que ponía un cierto freno al desarrollo de armas nucleares por parte de Irán y que permitía ganar tiempo para serenar la situación general en Oriente Medio evitando así una carrera armamentística de ese tipo con Arabia Saudí. Error tras error que está alejando la posibilidad de equilibrio entre las dos creencias religiosas, única solución para dotar de cierta estabilidad a la zona, y que naturalmente está en las antípodas de la teoría de favorecer la aparición de un único «campeón» defensor de los intereses occidentales en la zona. Ni los europeos, ni los norteamericanos tenemos amigos en Oriente Medio. Todos nos detestan y en cierto modo tienen sus buenas razones históricas para ello. La única esperanza de una cierta paz es alcanzar un equilibrio geopolítico en la zona lo que no se lograra promoviendo un cambio de régimen en Irán como aparentemente busca la administración Trump.

Varios gobiernos europeos están pasando por un mal momento. La fragmentación del electorado y la baja capacidad negociadora de los partidos políticos están trayendo grandes dificultades a la hora de constituir gobiernos y materializándose en alianzas débiles y poco estables. El desquiciado proceso del Brexit ha logrado que el Reino Unido –que era uno de los socios europeos más fiable en temas de seguridad– esté últimamente errático. Las instituciones europeas comunitarias también reflejan esta debilidad y encima están en periodo constituyente. Pero urge que la Unión Europea, con todo lo que ella entraña, esté presente allí donde el tráfico marítimo –sustento de la globalización y del aumento general de la prosperidad mundial– esté amenazado. Y en los accesos al Estrecho de Ormuz ciertamente lo está. Esta protección –de naturaleza intrínsecamente militar y marítima– debería ser compatible con favorecer una estrategia de equilibrio sunní chita en la zona que deberá pasar necesariamente por convencer a los EEUU para que varíe sus políticas de estos últimos dieciocho años.