Letras líquidas
Ucrania: toda la atención
Pese a que no podemos ignorar la necesidad de enfriar el tono de la conversación pública, todo el empeño europeo debería estar concentrado en el flanco de los países del Este
Hace unos días Damon Albarn, el cantante de Blur, regañó al público de Coachella. Entonaba su mítico «Girls&Boys» y ninguno de los presentes en la explanada californiana le escuchaba: el enfado por el desplante dio la vuelta al mundo. Y, aunque es cierto que el festival se ha convertido en punto de encuentro para el lucimiento social, pasarela de «celebrities» y fans, relegando al acontecimiento musical que empezó siendo, la descortesía/grosería hacia la banda superó lo anecdótico para captar la esencia de uno de los males de nuestro tiempo: estar a muchas tareas a la vez, el «multitasking» o, lo que viene a ser lo mismo, no estar centrado en ninguna o no en la que se debería. Lo apreciamos a pequeña escala, en las cuestiones cotidianas de nuestro día a día, y también se percibe en los asuntos comunes, en los temas que nos afectan a todos, por esa forma en que saltamos de uno a otro, sin medir su verdadero alcance y sin ser muy conscientes de que, poco a poco, muchos de ellos van construyendo la historia.
No es una originalidad afirmar que Europa atraviesa un momento trascendental. En la semana en la que el fantasma del magnicidio se paseó por el Viejo Continente, la conmoción y el shock por lo ocurrido en Eslovaquia han llevado a una reflexión colectiva en torno a la polarización, la tensión y el extremismo. Los diagnósticos sobre el estado en el que se encuentra la política europea se suceden a menos de un mes de que se elijan a los 720 diputados que desde el Parlamento marcarán los ritmos legislativos de los Veintisiete los próximos cinco años, y crece la preocupación por la compleja configuración ideológica de un Poder Legislativo comunitario que ya es un tetris difícil de manejar en circunstancias normales (si es que las ha habido alguna vez), pero que se complica más aún con el actual ambiente de crispación.
Sin embargo, y pese a que no podemos ignorar la necesidad de enfriar el tono de la conversación pública, todo el empeño europeo debería estar concentrado en el flanco de los países del Este. Con un Putin cada vez más influyente en los países de la órbita excomunista, el riesgo de contagio de estilos ajenos al respeto a los derechos se hace más real que nunca. Basta mencionar la ley contra la libertad de expresión y los medios que está movilizando a miles de ciudadanos en Georgia, una norma inspirada en las mismas que controlan desde hace años las libertades en Rusia. Ya decía Simone Weil que la atención es la más pura forma de generosidad. Pero, además, para los europeos estar ahora atentos a Ucrania es también una manera de egoísmo: nos jugamos nuestra democracia.
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