Opinión

Placeres

Qué error. Tirada estaba en la playa, con las olas acariciándome los pies, cuando una señora encendió un transistor (hermosa palabra) de modo que la dirección del viento me permitió escucharlo. Qué desgracia. Que si ofertas entre PSOE y Podemos para formar gobierno, que si litigios pavorosos con la vida de las personas en barcos en el Mediterráneo, que si incendios que queman las tierras amadas. El día de la marmota. Comprendí enseguida que estábamos igual, donde siempre, en 2018 ó 2017 ó 2016. O en el siglo XVIII. Y me di la vuelta sobre la arena.

Nos sumimos en lo cotidiano –las discusiones políticas, el tráfico, las reuniones de la comunidad de vecinos– con seriedad metafísica y un ritmo vertiginoso, que nos arruga el entrecejo y acidifica el estómago. Y entretanto el mundo vierte caricias a nuestro alrededor que despreciamos desapercibidas. El verano, con su frenazo, permite escuchar estas notas que están siempre ahí, pero que hemos enterrado en el estruendo. El placer del agua fresca bebida tras el esfuerzo físico y el calor. La luz y la brisa, el aroma del agua o del monte. La conversación gratuita, por el sólo placer de mirar al rostro al amigo, de saberlo vivo. Las oraciones lentas, derramadas frente al paisaje. Cocinar un pez tocando antes las escamas, sopesando la carne y las agallas, los ojos transparentes, maravillándonos de su belleza. Agradecer el propio cuerpo, sus destrezas inimaginables (levantarse, doblarse, inclinarse). Agradecer lo que funciona. Degustar un plato sencillo, o una cerveza. Mirar al horizonte. Para siempre.