Opinión

El despacho

Llevo un buen rato observando la página en blanco en el ordenador. Hoy me niego a hablar de política. Los políticos me producen un tedio infinito. Acaricio «El Archipiélago» de Hölderlin y acudo, supongo que desesperadamente, a su compatriota Schiller. Leo con desgana en su «Guillermo Tell»: «Lo viejo se derrumba, los tiempos cambian y sobre las ruinas florece una nueva vida». Puede que lleve razón. Pero me parece que lo nuevo causa hoy más espanto que lo viejo. Miro por la ventana de la buhardilla. El cielo está ligeramente nublado, apenas un cendal gris, otoñal. Viene la lluvia. Por el ventano penetra una luz tibia, blanca, horizontal, y, en medio, emerge el abeto del vecino, que fue un arbolito de Navidad comprado en el supermercado. También el ficus que tengo delante, plantado en un macetón, ha crecido tanto que alcanza ya el techo y tapa en parte el grabado de Saura –un horroroso Felipe II– un cuadro valioso colocado en el hueco de la escalera para que no se asusten los niños ni las visitas.

Sigo con la mente en blanco. Observo los rimeros de libros amontonados en las estanterías, apilados en doble fila, desparramados por las mesas y por el suelo. No queda ya tiempo para leer tanto libro ni para conocer tanto paisaje desconocido. Repaso los objetos y los recuerdos: el gracioso sillón verde de mimbre, la mesita cuadrada con fotos familiares desvaídas por el sol, la gran portada de cartón de «Suárez y el Rey», el teléfono antiguo pintado con flores diminutas, el pequeño reloj azul de pared, el telescopio, la colección de búhos, la foto del cerro del Castillo y, en primer plano, la sepultura de los abuelos en el camposanto...En un pequeño soporte, sobre la estantería, destaca la fachada de la casa de Sarnago cerrada para siempre. Acaricio la escultura de bronce de Tino Izquierdo, un cuadrúpedo sin cabeza, herencia de un mito legendario para invocar la protección de los campos y el ganado. Me relajo un instante con las estatuas de terracota del Gordo y el Flaco, con los que tanto me reí, y detengo la vista en el rincón de mis recuerdos: la vieja arqueta aquerada que guarda los tesoros de mi infancia, y, en lugar preferente, las fotos de los abuelos y de mis padres; sobre todo, me paro en la figura de mi madre, con el pelo blanco y el abrigo oscuro, que dentro de poco cumpliría años. Al final, no puede ser que la vida se reduzca a unos cuantos objetos, unos recuerdos y un montón de muertos.