Opinión

La Francia amarilla cumple un año de pelea contra Macron

Como cada sábado desde hace un año, Virginie se levanta antes de las ocho de la mañana para preparar el desayuno a sus dos hijos y tener algo de tiempo, antes de comenzar su jornada como teleoperadora en una compañía de telefonía móvil, para pasar por la rotonda donde concentran los “chalecos amarillos” sus acciones de protesta en Mousseaux-Neuville, una localidad de Normandía a poco más de una hora de París. Esta joven madre de 35 años apenas sobrevive con el salario mínimo de 1.200 euros netos al mes que, tras pagar alquiler y gastos, ¨apenas se queda en 300 para mantener a mis hijos como puedo”, cuenta para LA RAZON mientras hace un agrio balance del primer aniversario de los “chalecos amarillos”, movimiento que sigue apoyando decididamente, como hace desde la primera semana desde su nacimiento, pero con mucha menos ilusión que cuando prendió la mecha y atendió a este periódico en el momento más crítico para el presidente Emmanuel Macron. 

Era en diciembre de 2018, cuando parecía que la revuelta amarilla podría resquebrajar los cimientos de la V República y nadie se atrevía a pronosticar el alcance de aquella onda expansiva. Virginie apoyó las acciones más extremas del movimiento, incluso la propuesta de tomar el palacio del Elíseo. No se considera violenta, pero llega a justificar algunos desmanes de los “chalecos” y siempre tiene dispuesta alguna crítica contra los medios de comunicación que, según ella, se han encargado de desacreditar al movimiento.  Viriginie representa, un año después de que naciesen espontáneamente en protesta por el alza del precio de los carburantes, a esos miles de irreductibles “chalecos” que siguen dando la batalla al Ejecutivo francés cada fin de semana en miles de rincones de la geografía francesa. “Mucha gente de mi entorno que también estaba movilizada se ha ido desanimando, pero yo sigo llevando todos los días mi chaleco en el cristal delantero del coche”. Para esta joven madre, las concesiones que Macron ha ido haciendo para aplacar al movimiento siguen siendo “insuficientes”.

La hora del desencanto

Un año después del nacimiento de aquella revuelta, Kim y Richard, una pareja de treintañeros funcionarios de la sanidad pública, representan la otra realidad. También se movilizaron en los inicios, pero la erosión que provocaron algunos desmanes del movimiento acabaron haciendo mella en ellos. “Las primeras semanas fuimos a París con nuestro chaleco amarillo, pero nos fuimos desencantando con algunas cosas del movimiento”. Los vínculos de algunos miembros reconocidos con la ultraderecha francesa publicados por la prensa desencantaron a ambos, pese a que desde dentro del movimiento siempre se han esforzado por reivindicar su ADN apolítico. Ahora, con las huelgas instaladas en el sanidad pública, esperan que la gran protesta convocada para el próximo 5 de diciembre haga converger a varios sectores profesionales que se sienten maltratados por el ejecutivo francés. “Esperemos que la mecha de los ‘chalecos’ se recicle y se intensifique a partir de esa fecha y en lo que queda de quinquenio”. Esta pareja de “chalecos amarillos” desmovilizados representa la erosión que el movimiento ha ido sufriendo en los últimos meses, en parte provocada por los episodios de violencia y en parte por la astucia de Macron. La violencia los ha ido alejando  progresivamente de las simpatías de la opinión pública con un balance tremendamente duro en sus cifras: 3.100 manifestantes condenados en un año, 600 de ellos a penas de prisión.  En cuanto al balance de heridos: 474 gendarmes, 1.268 policías y 2.448 manifestantes. Cifras contundentes, para muchos injustificables en un país como Francia. 

El gran debate nacional, la gran jugada de Macron

Pero más allá del factor violencia, hay otro de carácter político estratégico que no se puede despreciar y del que ningún analista en Francia duda de los frutos que ha dado para el Gobierno. La convocatoria de un gran debate nacional que se alargó tres meses con propuestas ciudadanas para arreglar la crisis ha tenido el efecto amortiguador esperado a medio y largo plazo. Para el sociólogo Michel Wieviorka, uno de los referentes en movimientos sociales en Francia, Macron supo transformar la situación con una invención, algo que lo diferencia de otros líderes que se ciñen a la represión policial como única estrategia. 

“Macron siempre estuvo muy cerca del filósofo Paul Ricoeur (fallecido en 2005) y la idea del gran debate para salir de la crisis sale de ese filósofo. Transformar la crisis en un debate nacional y participativo es una idea genial, otra cosa es su aplicación, ya que no hubo tanta implicación de los ‘chalecos’ en dicho debate”, nos cuenta.  No hay muchos líderes mundiales que hayan colaborado tan de cerca con un filósofo como Macron lo hacía con Ricoeur cuando tenía veintipocos y aún se preparaba para entrar en la Escuela Nacional de Administración, el auténtico vivero de las élites francesas. “Reflexionó sobre la posibilidad de construir una acción que no sea vertical, es decir, que no quede atrapada en una relación de poder”, dijo el propio Macron en 2015 en una entrevista para la publicación “Le 1” sobre el filósofo que ha marcado su pensamiento y en el que muchos encuentran inspirados algunos de sus inventos políticos. Con su filósofo de cabecera en mente, Macron no dudó en lanzarse al ruedo y participar activamente en decenas de debates en pequeñas ciudades de toda Francia que configuraban parte de ese plan nacional para contrarrestar la crisis de los “chalecos”.

Eran los meses de febrero y marzo, y la imagen del mandatario en mangas de camisa arremangadas debatiendo con funcionarios, obreros y alcaldes de pequeñas localidades comenzó a multiplicarse en los medios de comunicación. Paralelamente, el poder de convocatoria de los “chalecos” se iba reduciendo sábado a sábado aunque muchos de ellos no dudaban en denunciar la calculada operación de comunicación del presidente. 
Victoria moralPero que el entusiasmo haya sido rebajado y el movimiento pueda parecer descafeinado un año después puede llevar a engaños.

El balance de batallas ganadas por los chalecos amarillos en su particular guerra con el Eliseo se pueden cifrar y cuantificar. Las de todas las concesiones que por el camino tuvo que hacer el gobierno francés para que no estallara definitivamente la revolución. No solo lograron que Macron diese marcha atrás en la medida que había encendido la mecha: el aumento del precio del diésel. Su éxito va más allá incluso de los 17.000 millones de euros gastados en medidas para aumentar el poder adquisitivo de los franceses, o del paquete de iniciativas que salieron de aquel invento llamado gran debate nacional con el que Macron dio respuesta al movimiento. Sin embargo, también hay otras batallas, más de tipo espiritual o moral, de las que algunos sectores del movimiento no dudan en hacer gala. Por ejemplo, la de considerar a los “chalecos” el embrión de la ola de protestas que se ha multiplicado por varios rincones del planeta en este 2019 a modo de efecto reflejo.

El simbolismo de llevar un chaleco amarillo ha traspasado las fronteras francesas, no siempre con éxito. Pero sin duda su mayor éxito ha sido colocar en el foco político y mediático los problemas de la Francia olvidada que representan. Esa Francia que vive lejos de centros urbanos y que se siente despreciada por París. El éxito de los “chalecos” es haber hecho visible lo que hasta ahora había sido poco visible. Hasta que el hartazgo por sentirse víctimas de la globalización explotó.

Richard, el “chaleco” funcionario de sanidad, lo explicaba así para LA RAZON: “No es que no existiese ya ese descontento en tiempos de los expresidentes Sarkozy y Hollande, pero la imagen de arrogancia de Macron acabó por prender esa llama que llevaba tiempo siendo alimentada en los mandatos anteriores”.
Ese personalismo de Macron tuvo mucho que ver en la crisis, tanto para abrirla como para amortiguarla. Quizás la frase que mejor resuma los éxitos de los “chalecos” la pronunció el propio presidente Macron en una entrevista para la revista “Time” el pasado mes de septiembre: “En cierta manera, los ‘chalecos amarillos’ fueron muy buenos para mí, porque me recordaron lo que yo tendría que ser”. Una especie de cura de humildad mediática que, sin saber hasta qué punto puede ser honesta o no, ha podido salvar los cimientos de un quinquenio que se vieron fuertemente resquebrajados por aquella revuelta amarilla cuyas cenizas no están del todo apagadas.