Opinión
El Pacto de la Vaselina
Pocos escrúpulos muestra Pedro Sánchez. Su guardia de corps maquilla cualquier cosa tildándola de «capacidad de adaptación a la realidad». O elogia su «mirada de alcance». En realidad, las maniobras del líder del PSOE muestran una sinuosa concepción del servicio público, la cual moldea según sus necesidades para soldarse al poder. De palabra y de obra.
Sus movimientos ya han desembocado –con total secretismo– en «Pedralbes», es decir, en la sumisión a las exigencias independentistas. Los gestos presidenciales en este sentido son múltiples. En su entorno reina el convencimiento de que «cuanto antes se pase el trago, mejor será». Entrecomillo lo que una de las personas de confianza de Sánchez me llegó a trasladar días atrás: «ERC quiere pactar y tiene su precio. Nos moveremos lo que haga falta». También para sumar a JxCat a las conversaciones.
A ojos de Sánchez, eso es hacer política. Lograr los objetivos como sea. Que los efectos no contemplen el interés general y se lleven por delante la cohesión nacional es otro cantar… que se solventará
–como viene haciendo desde que accedió a la presidencia–limitando las preguntas en sus comparecencias. Con ese simplismo busca camuflar sus cesiones.
La Moncloa está empeñada en desplegar una agenda cargada de hiperactividad del presidente. Es en este contexto en el que se entienden las reuniones con Pablo Casado e Inés Arrimadas en el Congreso de los Diputados, o la ronda de llamadas a los presidentes autonómicos como ardid para recuperar la interlocución con Quim Torra. Cualquier cosa sirve con tal de aparentar ser el campeón del diálogo, trasladando a su vez la imagen de que busca implicar a todos los actores políticos e institucionales en la gobernabilidad. Así quiere Sánchez ser mostrado ante la opinión pública en su supermercado de la comunicación. Sin embargo, muchos socialistas consideran (siempre en modo off) que su paso por La Moncloa va a tener un efecto devastador para el histórico PSOE y su vacilante «E» de España. Ahí es donde encaja el pánico de un puñado de barones (notoriamente el castellano-manchego Emiliano García-Page y el aragonés Javier Lambán) ante el descrito internamente como «Pacto de la Vaselina». Pero el sanchismo no alberga dudas: «Si Emiliano está pensando de nuevo en la debilidad de Pedro para hacerse un nombre fuera de su territorio, ya salió una vez bastante escaldado», avisan. Sánchez, tan impregnado del discurso «plurinacional» del PSC de Miquel Iceta, va a refugiarse en el escapismo de la etiqueta «progresista» de su Gobierno para así sobrevolar las principales amenazas: inestabilidad, populismo y sedición.
¿Y la oposición? ¿Qué ocurre con el centro-derecha? Parece estacionado en un cruce de caminos. De lo que decida dependerá si acelera su marcha hacia el poder o se queda deslumbrado por lo que pudo ser y no fue. El PP se encuentra en la encrucijada de tirarse al monte e instalar allí sus cuarteles de invierno hipnotizado por la música de Vox, o seguir reciclándose y, aprendiendo de la evaporación de Cs, reconvierte como atractivas y modernas unas siglas que esperan los españoles a quienes les rechinan los mensajes conservadores expresados de forma catastrofista. Casado todavía debe resolver ese nudo gordiano que le entretiene. El conflicto interno que le plantea su portavoz parlamentaria, Cayetana Álvarez de Toledo, es elocuente al respecto, aunque parezca decidido a mantenerla en su cargo. Nadie discute que sea una elegante trovadora. Pero su sempiterno frentismo ancla a los populares en el «no» sistemático y sirve a Pedro Sánchez el arma de la polarización ideológica para amarrar su legislatura.
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