Opinión

Las edades de la nación: el nacimiento

En la historia de las ideas políticas a menudo se simboliza el estado como un cuerpo humano que, en una metáfora enormemente productiva, sigue un desarrollo biológico desde la concepción hasta el fallecimiento. Muchas veces se recuerda una reflexión de Ortega y Gasset, que tomaba de T. Mommsen –el gran historiador y Premio Nobel de Literatura–, sobre la Roma antigua como única entidad política histórica en la que es posible examinar de forma paradigmática toda esta peripecia vital completa, desde la infancia a la muerte, desde los albores de la monarquía romana a la caída del Imperio. También, podría añadirse, hay una «coda» a esta metáfora si consideramos las analogías sobre la sepultura e, incluso, las ideas metafísicas sobre la pervivencia de la nación, o su transferencia al menos a otro ente, como símbolo de su vocación de permanencia. Pero, sin entrar en esta fase postrera, sí podríamos proponer un una suerte de recorrido biológico por las edades de la nación.

Comencemos: la metáfora del nacimiento de un nuevo régimen como promesa de una comunidad ideal tiene una gran antigüedad. Como en la concepción maravillosa del héroe, que preludia sus hazañas, también hay un alumbramiento que constituye un riesgo y una oportunidad a la par. Un combate arquetípico, como estudia C. Bergmann «Childbirth as Metaphor for Crisis» (2008), sobre documentación del antiguo Oriente y de la Torah: para la guerra, que es germen del estado, se usa el símil del parto, también presente en el mundo griego. En Grecia la metáfora más usual del estado era la de la familia como una suerte de monarquía patriarcal, como se ve, por ejemplo, en la «Política» de Aristóteles (1259a35). Pero hay varios e interesantes contrapuntos utópicos relacionados con el papel de las mujeres, de su embarazo, gestación y parto, en obras como las de Aristófanes y Platón. En las «Asambleístas», del primero, utopía cómica de un Parlamento femenino, la protagonista Praxágora le dice a Blépiro que ha ido a asistir a una amiga en su parto, en un equívoco diálogo en que parece que quien da a luz es la propia Asamblea de Atenas (528-550): a un niño que representa un nuevo régimen político más justo e igualitario. Es célebre la metáfora del embarazo en el «Banquete» (206c-e) platónico, con la diferencia entre los hijos del cuerpo y los del alma, en que el filósofo, en su empeño de crear una comunidad ideal, producirá ese parto providencial. Platón muestra preocupación por el nacimiento en sus constituciones ideales (p.e. Lg. 788d ss.), con ejercicio físico para las embazadas y, de forma gradual, para los infantes, en busca de un alma equilibrada: la ciudad ideal estará compuesta de ciudadanos en armonía corporal y espiritual (Rep. 411e). Los niños de tales utopías preconizarán la nueva ciudad filosófica, la infancia de una nueva era.

En Roma, el ideal del «puer» que funda la comunidad es una de las nociones más poderosas de la poesía «nacional», sobre todo, de Virgilio. En la «Eneida», el hijo de Eneas, Ascanio o Julo, representa el futuro éxito de la misión fundadora del héroe, continuando el legado troyano y, a la par, prefigurando la dinastía reinante, la «gens Julia». El famosísimo niño de la «Égloga» IV, símbolo optimista de progreso humano para una vuelta utópica de la edad de oro, tiene una interpretación política evidente para la nueva era de Augusto. Aparte de su hondo significado religioso, entre los reinos áureos de Dioniso –ese niño dios que iba a heredar el trono de su padre– y Saturno. Tal es el arquetipo del niño divino, maravilloso o primordial («Wunderkind» o «Urkind») en un patrón político que, casi preludiando a Spengler, alude a los ciclos vitales de nacimiento, auge y decadencia (M. Petrini, «The Child and the Hero», 1997).

No hace falta evocar la relevancia del Niño Dios en el Cristianismo. Ese es Jesús, Niño que es Rey en su paradójico palacio del establo, que llega como fundador del «Reino», comunidad mística, Jerusalén celestial y Ciudad de Dios. En San Pablo, gran ideólogo de la política cristiana, se combinan las metáforas de la comunidad como un cuerpo –básica para el pensamiento medieval–, mientras que en las cartas deuteropaulinas se transita hacia las metáforas de la familia, con énfasis en la idea del nacimiento. Encontramos estas ideas también en la posteridad de las revoluciones burguesas del XVIII y XIX, herederas de esas antiguas metáforas políticas: se alude a la «infancia» de las nuevas repúblicas en Europa o las Américas, o en el «nacimiento» de la Nueva Rusia de Catalina la Grande, como estudia A. Kuxhausen en «From the Womb to the Body Politic» (2013), por no hablar de las ideas románticas, desde el «Milton» de Blake a los diversos nacionalismos mitopoéticos. El nacimiento es una analogía básica para el ideal de un nuevo estado.