Opinión

Concierto animal

Sin caer, líbreme Dios, en el animalismo, esa secta moderna en rápida expansión que exalta tanto la vida animal que amenaza con degradar la vida humana, un día como hoy, fiesta de San Antón, patrono de los animales, se presta a volver la mirada agradecida sobre los animales domésticos, esas entrañables, sumisas y serviciales criaturas cercanas. Es, de paso, un buen pretexto para dejar de lado por un día –espero que lo agradecerá el lector– a los animales políticos, más o menos racionales, tan omnipresentes, ruidosos y agobiantes, que están convirtiendo España en una zahúrda y que acaparan portadas y telediarios entre la indiferencia o el hastío general.

En numerosos pueblos la noche del 16 al 17 de enero arden hogueras –las «lumbres de San Antón»– y, desde hace siglos, desde cuando Madrid era un pueblo –no estoy seguro de que ya no lo sea– los vecinos acuden con sus animales domésticos –perros, gatos, tortugas, loros, conejos, cerditos, peces y pájaros– a que se los bendiga el santo. Allí son asperjados con agua bendita por el bueno del padre Ángel y San Antón sonríe y les da su bendición desde el retablo del altar mayor.

La escena nos traslada a la casa del pueblo. Sus bajos eran el escenario de un permanente concierto animal que sólo se acallaba bien entrada la noche. Al madrugador canto del gallo seguía el cacareo de las gallinas ponedoras –por San Antón, gallinita pon– y el breve relincho de los caballos en la cuadra agradeciendo la gavilla de esparceta. Ponía contrapunto de fondo el gruñido desentonado y profundo de los cochinos en la pocilga, el ladrido agudo de los perros en el portal y el dulce balido en la majada de las ovejas recién paridas. Arriba ronroneaban los gatos, aristócratas del mundo animal, en la chapa caliente del hogaril de la cocina. No faltaba a destiempo, entrada la mañana, el inesperado rebuzno del burro, solista del concierto.

La convivencia con los animales y la inmersión en la Naturaleza, hábitat de los animales no domesticados, constituyen la característica esencial de la milenaria cultura rural, ahora en extinción. Cuando las cuadras, las majadas, las zahúrdas y los corrales se ven vacíos y, al entrar en la casa, deja de oírse el concierto animal y de sentir en el rostro una bocanada tibia con el fuerte olor animal, podemos estar seguros de que ha acabado una época. Lo de la iglesia de San Antón no pasa de ser hoy una reminiscencia perfumada de aquello.