Opinión
La maligna heterosexualidad
Ya salió. La heterosexualidad constituye un peligro, según Beatriz Gimeno, flamante directora del Instituto de la Mujer y mano derecha de Irene Montero, ministra de Igualdad: «La sexualidad es un foco de desigualdad heteropatriarcal (…) El hombre siempre puede violar a la mujer, el poder patriarcal está siempre presente». Para la lideresa feministoide, el varón es violador en potencia y la cópula con él, un riesgo inverso al de la mantis religiosa.
Es la lógica de la lucha de clases, se trata de enfrentar a la mujer y al hombre. Liberar a la primera del macho, en tanto que abre su sexualidad a otras hembras o al poliamor. Desvincular el amor de la preferencia por el otro sexo. En definitiva, negar que la heterosexualidad sea un bien, que además garantiza la reproducción y permite que los hijos tengan un padre y una madre.
El objetivo último de toda lucha de clases es la división social, el triunfo de los dominados y la reducción y conversión de los vencidos. En este caso, victoria de la mujer sobre el hombre y, en un paso ulterior, del plurisexualismo sobre la heterosexualidad. Desdibujar la diferencia sexual, negar el peso de la genitalidad sexuada, eliminar cualquier dependencia genética o cultural, abrir el ser humano a la elección sexual absoluta, negadora de la realidad.
La nueva guerra se pretende además entre homosexuales y heteros. Ahora que aprendíamos a querernos y respetarnos, el hetero aparece como amenaza. Como un reducto fascistoide empeñado en reprimir, en un sola dirección, la pulsión sexual. Naturalmente, el instrumento privilegiado de esta batalla es la educación. Al niño se le va a plantear desde el principio la posibilidad de elegir el sexo y el sexo de la pareja. Y al padre que se niegue, se le aplicará la represión estatal, «por el bien del crío». Quien se niegue a aceptar que uno «elige» identidad sexual será perseguido por homófobo. El padre o la madre que osen afirmar que existen, por ejemplo, etapas de la adolescencia que concurren con confusión sexual (¿cuántos de nosotros no nos hemos enamorado de la mejor amiga o el mejor amigo?) y que no anticipan necesariamente homosexualidad, serán tachados de fascistas. Lo mismo que quien aconseje un psicólogo en estos casos. O el médico que se atreva a ayudar. O el sacerdote que aconseje. Porque, como decían las autoridades soviéticas, el burgués es un peligro para los otros y para sí mismo. Un enfermo que desafía la verdad única y pudre la nación. Uno que hay que tratar psiquiátricamente y reeducar en el gulag. Por su bien.
El niño y el homosexual van a ser las excusas para cercenar la libertad de pensamiento, la libre expresión o el debate científico sobre extremos que en absoluto están claros a día de hoy. Es el nuevo dogma.
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