Opinión
Jerga y juerga
En estos tiempos de jerga, todos hemos oído hablar de una intervención que apuesta por la recuperación del espacio urbano como lugar de encuentro cultural estableciendo un diálogo entre lo etílico y lo nupcial. Dicho de otro modo: la Tuna.
Posiblemente sea bajo esa óptica (el prisma tunero) bajo el que tendríamos que analizar todos esos comportamientos de los seguidores y camisas pardas del ya espectral Torra, que quemaban contenedores y pretendían asaltar el parlamento regional en cuanto se contradecía a su jefe.
Veamos. Para empezar, los integrantes de esos grupos o eran muy jóvenes o eran jubilados. Eso casa perfectamente con el perfil de la Tuna que, como todo el mundo sabe, se compone casi exclusivamente o bien de pardillos de primer curso que acaban de llegar (y que la abandonarán corriendo avergonzados en cuanto hagan amigos en el segundo curso) o bien de unos enigmáticos veteranos que nadie ha visto por clase nunca durante años y que exceden con mucho la edad en que uno, en circunstancias normales, habría terminado su carrera de no padecer una misteriosa lesión cerebral.
Bajo ese perfil de usuario, reivindican a Torra jubilados empeñados en que, ahora que les queda poco, nadie les va a hacer esperar más por el postre que siempre anhelaron. Lo piden con rabieta senil y una pose entre épica y artrítica. Un heroísmo un tanto limitado, más de pequeño gargarismo de dentadura postiza (seamos realistas) que de Tsunami. Junto a ellos, encontramos unos chiquillos inflamados con una concepción del heroísmo (y de la lucha) tan limitada como la de los chavales de hace dos siglos que soñaban con ponerse un uniforme e ir a una guerra de novela.
Los berrinches de despedida de Torra son, de nuevo, la España de pandereta. El nacionalismo será siempre un repique de campanas (y si no que se lo pregunten a Boris Johnson). Por su parte, el autobombo de Torra no constituyó más que un deseo de enseñar a todos las cintas de su capa. A la juerga del próximo jueves Pedro Sánchez, si fuera coherente, tendría que enviar a José Luis Ábalos, sin coche oficial, para que se sacrificara por el país, como tanto le gusta, soportando la última murga insufrible de Quim con su bandurria.
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