Opinión
Tractores en la ciudad
Los tractores ocupan el asfalto de las autovías y las calles de la ciudad. Es una estampa bastante insólita. Hasta ahora venía ocurriendo lo contrario: era la ciudad la que invadía, paso a paso, el mundo rural. La cultura urbana –su música, sus coches, su forma de vestir, su ruido, sus comidas y hasta su lenguaje, o sea lo que se conoce como estilo de vida– extiende implacablemente sus tentáculos sobre los pueblos, cada vez más vacíos e indefensos, mientras la milenaria cultura rural se desvanece y muere en aras de la globalización. De los pueblos –de sus iglesias, sus fiestas y sus ruinas– sólo perdura el pintoresquismo. Por eso es más chocante el atrevimiento de los campesinos de subirse a los tractores y plantarse en medio de la ciudad. Deben de estar locos o desesperados. Pero es también una demostración gráfica de que el campo aún está vivo. Y eso reconforta a los que venimos de allí. Es sin duda una revuelta a la desesperada. Deberían tenerlo en cuenta los políticos de la capital, los de los zapatos relucientes, que nunca han pisado un terrón ni se han subido a un tractor.
Quiero decir que esta protesta del campo, con los tractores apoderándose de las autovías y de las calles de la ciudad, no es algo pintoresco y pasajero como la graciosa estampa del rebaño de las merinas cruzando una vez al año la Puerta del Sol para reivindicar su derecho sobre la antigua cañada, completamente irreconocible. Y desde luego sobra la demagógica incitación del vicepresidente Iglesias –al que los tractores han pasado por encima y han arrollado nada más tomar posesión del cargo– a que invadan carreteras y calles urbanas. Los airados campesinos saben lo que tienen que hacer. Con el máximo respeto. Han aprendido de los comuneros. Lo que piden es un precio justo para sus productos. Al Gobierno le corresponde negociar a calzón quitado con ellos y buscar soluciones a los males del campo español aquí y en Bruselas. Vienen al pelo los versos de Gregorio Silvestre, un poeta del siglo XVI poco conocido: «Decid los que tratáis de agricultura / en este valle umbroso y desabrido: / ¿qué fruto del deleite habéis tenido / que no se os torne luego en amargura?». Con esta primavera adelantada de febrerillo loco, con los frutales floreciendo, la tierra está ya en tempero y empieza a ser acuciante la siembra de los tardíos. La rueda de las estaciones no para y el ciclo del campo se repite inexorablemente. Los tractores volverán pronto al barbecho.
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