Opinión
Jornada once, primera parte
Bocaccio sigue siendo mi guía para estos días de retiro obligado; más que nada, porque escribía como los ángeles. Échenle un vistazo a su obra y me darán la razón. Es un escritor moroso y avanza despacio, deleitándose, pero sus imágenes son impagables y deliciosas. Nos habla de «la obligación del día de llegar hasta la noche», o describe el baño de las siete jóvenes narradoras, cuando se desvisten para entrar en el agua, con las siguientes palabras: «El agua no las cubría más que a una bermeja rosa un sutil vidrio». ¿No es maravilloso? ¿Pueden imaginarse una estampa más sensual? No es solo que su estilo literario sea excelente es que, además, los apólogos y cuentos que recoge y transforma a su gusto siempre nos recuerdan o iluminan sobre alguna conducta humana que hayamos podido observar siglos después. Hoy es la onceava jornada de la primera parte de este encierro. Digo primera parte porque a esta van a seguirle otras partes que tendrán cada una sus particularidades. Llegará la fase del pico de máximos afectados, que será muy dura, con terribles decisiones morales y los nervios de los sanitarios sometidos ya a un desgaste que empezó la semana pasada. Vendrá luego otra parte que será el descenso de la curva, pero no será en ningún caso como el día de la liberación o de la victoria, porque la bajada será paulatina y el peligro continuará ahí, latente, llevándose gente por delante. Existirá todavía otra parte que serán las agitaciones económicas de la reconstrucción. Los trabajos, negocios, empresas pequeñas y economías domésticas devastadas por el parón, constituirán en cada caso individual toda una historia llena de peripecias. Cien cuentos, como los de Bocaccio, se quedarán cortos ante esa avalancha de situaciones particulares. Cada vez que aparece por televisión el equipo de crisis del Gobierno me acuerdo de la narración octava, jornada tercera del Decamerón. Narra la historia de un abad obsesionado con conseguir a una joven casada. Enterado de que ella está descontenta e insatisfecha con su matrimonio, narcotiza al marido y lo traslada a una mazmorra. Cuando se despierta, le hace creer que ha muerto, que está en el purgatorio, y le inflige variados sufrimientos para hacerle pensar que está expiando sus pecados. El marido, convencido de que está purgándolos, acepta el castigo angustiado, proponiéndose que, si sale de aquella situación y va al cielo, corregirá sus posibles defectos, sean verdaderos o imaginarios. Mientras tanto, el abad consigue yacer con la joven esposa y de resultas del gozo de la pareja se da la situación de que ella queda embarazada. El abad entonces solo ve una solución: le explica la situación a la joven y convence al marido de que justo antes de morir dejó en cinta a su esposa. Luego le comunica que el señor, en su infinita misericordia, ha escuchado sus plegarias de contrición y le permite resucitar para continuar la vida con su esposa siempre que se mantenga alejado del vicio de los celos para poder proteger al pequeño. Vuelve a narcotizar al marido y cuando lo despierta, le hace creer que ha vuelto a la vida, consiguiendo que alimente el resto de su vida al hijo que en su mujer ha engendrado. No sé por qué, pero cada vez que escucho últimamente los comunicados y discursos del gobierno tengo la enojosa sensación de que, después de que pase todo esto, nos va a tocar a los de siempre mantener a la criatura que salga de esta situación. Por los de siempre me refiero a la población que no se traslada en coche oficial. No digo que no estén tomando todas las medidas posibles y adecuadas, no digo tampoco que no estén entregando lo mejor de sí mismos para resolver la situación, pero quizá es que los primeros días se han pasado un pelo (con la buena intención de animar y contagiar coraje entre las gentes) con las palmaditas en nuestra espalda. Por supuesto, no estamos todavía muertos, ni nadie nos va a convencer de que estamos en el purgatorio. Estamos en la vida irremediable, luchando cada día, intentando mantener cohesionado como se debe el «nosotros», aunque sabemos perfectamente que cada victoria contra el virus está siendo estrictamente individual. Y eso es lo terrible: porque las bajas también son individuales. Así que los eslóganes tienen su límite. Concentrémonos más bien en las serias medidas prácticas y no estaría de más un gesto añadido de los que están al mando en el que se comprometieran ya de antemano a que, cuando acabe todo esto, van a hacer un serio recorte de sus privilegios, sus sueldos y sus prerrogativas. No se me ocurre mejor palmada en la espalda que juramentarse en compartir el sacrificio que nos espera a todos. Lo dijo el inmortal Bocaccio «vivir me angustia y a morir no acierto». Pero pueden estar seguros de que, aún con la ansiedad de la presente situación en la boca, ya tenemos claro que, después, no nos vamos a resignar a no discutir quien pagará la manutención de la criatura.
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