Coronavirus
La normalidad que ya no será
El sábado pasado me entretuve planchando (llevaba sin planchar n a d a, desde el embarazo del primero...). Mi marido me vio tan complacida que hasta se apuntó a la divertidísima actividad
Últimamente, disculpen la osadía, estoy bien, pese a todo, pese a los enfermos y los fallecidos (sanen los unos, descansen en paz los otros), pese al mazazo económico y profesional.
Me conmueven las víctimas, los ancianos, los sanitarios, y aquellos tal vez recluidos con quienes no debieran, y los que sufren solos. No se asusten, no hasta el extremo de escribir “Por los ángeles de alas verdes de los quirófanos” como el corona-poeta Benjamín Prado. Aún no he llegado a ese grado de filantropía o cursilada…
En este enclaustramiento loco, pienso mucho en las personas, como yo, cuyos trabajos (fuera del hogar) a duras penas nos concedían tiempo para ocuparnos de nuestros hijos, nuestras casas, y tampoco lo deseábamos, la verdad.
Anteayer, no sabía qué hacer, una mujer hiperactiva en situación de frenazo… Saqué una maravillosa caja de pinturas de mi hijo Pepe (una caja de 300 colores a la que siempre había mirado con deseo y amor platónicos), rebusqué entre las cosas de la pequeña, encontré un libro para colorear mandalas y me tiré una hora pintando ¡qué placer! ¡qué extraño en mí!. ¿Dónde está mi madre? Preguntaban los niños, alucinados.
Siempre me ha parecido una cosita muy de neuróticos lo de la vuelta a los orígenes. Ya saben esta manía de los hípsters de hacerse el pan y tejer como las viejitas… toda esta fiebre handmade de los últimos años, me resultaba una tendencia moñas, una superficialidad revestida de superioridad moral, lo de siempre.
Sin embargo, la clausura coronavírica que nos tiene retirados y/o enfermos me recuerda poderosamente a épocas pasadas hace mucho y no me refiero sólo a nuestros abuelos.
Me recuerda a mis primeros años de casada, sobre el 2000, cuando vivía en Barcelona con mi primer marido y mi primer perro, cuando no teníamos amigos, ni hijos, ni demasiado que hacer.
También me recuerda cuando nos establecimos en Madrid y apenas teníamos vida social por lo que echábamos muchas horas de esparcimiento en casa, mano a mano: leer, ver películas, improvisar recetas, escribir, echar un juego de mesa, abrazarnos despacio…
A partir de entonces, y mucho más rápido de lo que nunca creí, la cosa se complicó, para bien o para mal: Hijos, una casa más grande, mucho más trabajo, ayuda en casa, más hijos, muchísimo más curro… Y todo nos precipitó (y nunca mejor dicho por la celeridad) hasta el sistema del no parar nunca y no tener ni un minuto libre al día, ningún día de la semana.
Y así, sin darme cuenta, pasaron veinte años en los que no he vuelto a cocinar, ni mucho menos a limpiar. Dos décadas en las que rara vez he jugado con mis hijos, por falta de tiempo (y de ganas… el agotamiento es así), y en las que casi no he concedido espacio a actividad alguna que no fuera objetivamente productiva.
Pero de pronto: ¡Milagro! ¡Tengo tiempo! Cómo ustedes imagino… Y ¿cómo no voy a tenerlo? Si nos han suprimido las idas y venidas propias del trabajo o el colegio de los niños, atascos, reuniones, restaurantes, el maquillaje, el estilismo, el cafecito abajo, el gimnasio, la vida social… por no hablar de la mitad de nuestros negocios, en situación de hibernación….
Hablando (hablo más con mis seres queridos ahora que no puedo verlos) con mi gran amiga Blanca (una empresaria brillante y normalmente ocupadísima) me comenta que, igual que a mí, este parón le ha supuesto reconectar con su hogar y su familia. Que ahora limpia, hace la colada y cocina… y que le encanta reunirse con los suyos para comer y algunos aspectos de este encierro, que antes estaban vetados para ella, igual que para mí.
- Pero ¿a dónde íbamos a semejante velocidad? ¿hacia dónde exactamente? -se pregunta.
Por supuesto, he establecido las obligaciones que cada miembro de mi familia (hasta el más pequeño) tiene que realizar diariamente. No obstante, soy feliz limpiando ¿quieren creerlo? y no digamos comprando (elegir la fruta, qué deleite) … esperen, voy a darme con el palo de la escoba en la cabeza para ver si estoy dormida… quizá sean las 4 de la madrugada y no estoy confinada en casa sino en uno de esos sueños, donde uno se convierte en el protagonista de una escena surrealista que no termina de convertirse en pesadilla…
El sábado pasado me entretuve planchando (llevaba sin planchar n a d a, desde el embarazo del primero...). Mi marido me vio tan complacida que hasta se apuntó a la divertidísima actividad.
¡Lo reconozco! ¿Y ustedes? Disfruto de este encierro, del rol de madre y esposa a tiempo completo, de jugar al parchís, a pesar del trabajo.
¿Soy yo esta mujer? Me pellizco. ¿Dónde quedó mi yo de los últimos años, ese que creía conocer tan bien? ¿Y dónde está el Madrid frenético donde he vivido? ¿de qué estábamos huyendo en esa carrera enloquecida? ¿éramos felices?
Les diré que no creo en una relación causa-efecto entre nuestra disparatada actividad e inercia, como sociedad, y el coronavirus. No creo que la naturaleza, como sugieren los ecologistas, haya decidido de manera paternalista y humanoide, este parón forzoso para aleccionarnos. No.
Sin embargo, igual que mi querida Blanca, encuentro que esta inmovilización era necesaria para situarnos, para reflexionar acerca de lo que realmente somos y acerca del tiempo y lo que hacemos con él, porque es nuestro.
Sí, amigos, repentinamente el tiempo es nuestro, para vivirlo y saborearlo, no sólo para “salvar el culo”, perdónenme la vulgaridad, económicamente.
¿Han leído “París era una fiesta”? (me encanta Hemingway), les recomiendo esta encantadora recopilación de memorias del escritor, de cuando no era famoso, y él y su mujer no tenían nada salvo tiempo, cuarenta años antes de volarse la cabeza, “cuando eran muy pobres y muy felices”.
Y no se apuren, que pronto, muy pronto saldremos de esta crisálida y volveremos, y recuperaremos la normalidad, y tendremos que acostumbrarnos a ella (con extrañeza) porque ya nunca será normal.
✕
Accede a tu cuenta para comentar