Opinión

La basura como identidad cultural

El Everest era el último sueño al que se aferraba el hombre. En este mundo despoblado de utopías, el techo del mundo aún nos resistía como mito de frontera. Desde los tiempos de Babel, los humanos han sentido una atracción por las alturas que no es más que la pulsión por robar el fuego de los dioses que siempre hemos arrastrado. Pero ahora resulta que también este Parnaso era un paraíso artificial, al final todos lo son, sino, probablemente, no serían paraísos. Sus laderas, más que flores acuareladas con leyendas, que es lo que nos gustaría, lo que se acumula es un desprendimiento de basuras que no tiene nada de natural y sí algo demasiado humano, remedando a Nietzsche. Los sherpas, que andan desempleados y con Ertes estos días, han propuesto limpiar la montaña y así sacar alguna ventaja de que el planeta está de confinamiento. Esa iluminación de un lugar apartado de lo mundanal que veníamos enriqueciendo desde la novelística y una cinematografía equivocada, ha resultado ser un espejismo, lo que tampoco extraña.

El afán occidental por medirse en la aventura más que valor lo que prueba es su vacío existencial. Esta necesidad de alcanzar proezas nos ha legado méritos poco mencionables y sí un planeta bastante sucio. Las sociedades siempre se han medido por sus logros civilizatorios, pero acertaríamos más en averiguar cómo fueron si examináramos sus desperdicios. Los residuos definen mejor a una cultura que sus bibliotecas. A veces los logros arquitectónicos impiden ver a la sociedad que los construyó. El Coliseum jamás será reflejo de Roma, sino del poder de los emperadores, que es distinto. Para buscar a los romanos uno se tiene que ir al monte Testaccio, un vertedero de vasijas, pura historia a ras de suelo, para encontrar un pulso más exacto de ellos. El hombre se separó de la naturaleza con el descubrimiento del fuego y desde entonces la basura nos ha acompañado al igual que el alfabeto, la astronomía y las matemáticas. Es probable que al final nos expulsaran del Edén por dejar todo hecho una cochambre y no recoger la mesa después de la cena. Más que por pecadores nos echaron por poco limpios, lo que es igual de comprensible. La naturaleza no ensucia, pero los humanos somos incapaces de hacer un pícnic sin ensuciar el río. Nos hemos pasado la existencia rebuscando en los monumentos literarios y de piedra para encontrar a nuestros ancestros y la verdad es que hubiéramos acertado más escarbando en sus vertederos. Este mundo va legar un paisaje de plásticos que no envidia nadie. Hemos hecho del envase desechado nuestra identidad cultural. Y de ella no se han salvado los océanos ni los cumbres del Nepal, que están hechas una lástima. El nombre de Kami Rita no dirá nada. Un nombre sin el epígrafe de un éxito es como el silencio: todos lo oyen, pero nadie lo aprecia. Él ha alcanzado veinticuatro veces la cima del Everest, pero no figura en ningún libro. Ahora pretende hacerlo de nuevo para retirar la porquería de las laderas que los occidentales hemos dejado. Desde luego, los héroes jamás parecen en el primer plano de la fotografía, sino al fondo.