Opinión

La codorniz

Este año bisiesto y singular, la codorniz, esa pequeña galliforme que alegra en primavera nuestros páramos y anida en los campos de cereales, llegó de África antes que de costumbre. Dicen que adelantó el viaje por las altas temperaturas invernales, que los más eruditos atribuyen al calentamiento global. Vaya usted a saber. El caso es que a finales de febrero o primeros de marzo, coincidiendo con la irrupción del coronavirus, el amable pájaro que a mediados de agosto ha hecho desde antiguo las delicias de los cazadores en las rastrojeras, ya andaba por los sembrados. Ignoraba la codorniz que, por iniciativa de SEO/BirdLife y por votación popular, iba a ser declarada Ave del Año 2020, algo así como la reina de nuestros campos. La verdad es que se lo merecía. Recupera así de pronto la popularidad que tuvo en tiempos pasados cuando dio nombre a «la revista más audaz para el lector más inteligente».

Los que hemos sido cazadores –uno hace tiempo que colgó la escopeta– no podemos olvidar la emoción que nos producía la apertura de la media veda por la Virgen de agosto. Ese era el día señalado. Al punto de la mañana salíamos a la rastrojera, recién segada, con la escopeta al hombro. Había que buscar a la codorniz en el rastrojo de trigo, en las esparcetas y, cuando pegaba el sol, en las hierbas frescas de los orillos o entre los «marallos». El perro brujuleaba nervioso siguiendo el rastro de la escurridiza ave de apenas 16 o 18 centímetros, con un precioso plumaje de color terroso, blanco y crema, con estrías pardas, capaz de confundirse con el terreno, hasta que se quedaba de muestra como una estatua. El vuelo es rápido, recto e inocente, a pocos metros del suelo, fácil hasta para un cazador novato.

Cada año hay menos codornices en nuestros campos, y eso que España sigue albergando la mayor población de toda Europa occidental. En lo que va de siglo han disminuido un 75 por ciento. Los cazadores se vuelven con las perchas vacías. Se calcula que quedan unos 225.000 ejemplares. Y eso que son aves muy reproductoras, con grandes nidadas. Pero las máquinas arrasan los nidos. Ha sonado la alarma. Atribuyen el declive a las modernas técnicas agrarias, que no les dejan refugio, a los pesticidas, a la excesiva presión cinegética, a nuevas dificultades en los países de invernada y a la degeneración genética por la introducción de especies extrañas. A este paso, nos quedamos sin codornices, como sin abejas y sin gorriones. Y el mundo no será el mismo.