Pedro Sánchez
Presidente a la fuga
En el escaño de ausencia presidencial cabe comprender un vacío de poder y también un exceso
El escaño donde debía estar el presidente del Gobierno durante el debate sobre la prórroga de seis meses del Estado de Alarma quedó vacío, preso de una soledad azul e inmensa. España estaba a punto de prestarle los mayores poderes concedidos nunca en la historia de la democracia. El poder legislativo se hacía el hara-kiri y el presidente no estaba. Digo yo que podría haber dejado algo allí puesto, siquiera un póster, un cartel de «Salimos más fuertes», una camiseta de Simón, un chistecillo de Simón, la moto de Simón, la almendrita de Simón, la curva aplanada, o el camarero derrumbado frente a su restaurante en la acera de una Zaragoza cada día más desesperada. Sánchez podría haber dejado cualquier cosa que no fuera el aire que normalmente ocupa Sánchez. El esdrújulo poder del presidente quedaba representado en la inquietud –casi la zozobra– de ese hueco de poder en el que en cualquier momento podía aparecerse como la sonrisa del gato de Alicia en Moncloa. Porque existe Sánchez en su ausencia como el vacío en la obra de Eduardo Chillida, un espacio desprovisto de materia, una oscuridad cósmica en la que el Gobierno vuela como un murciélago que colisiona con paredes y objetos.
En el escaño de ausencia presidencial en el debate sobre el estado de alarma cabe comprender un vacío de poder y también un exceso. Entre ambos se dibuja un espacio inquietante y revelador que va del mando único en el comienzo de la pandemia –discursos con brillos de las medallas de los generales– al verano de la nueva normalidad en que desapareció el jefe de Gobierno. Mientras las comunidades autónomas se cocían en su propia incidencia acumulada a 14 días, atardecía tras las palmeras del Palacio de las Marismillas moral en el que se instaló Sánchez a la espera de que España suplicara su mando decidido, su poder omnímodo. Así pasó el verano, ensayando el movimiento de sus manos en el vuelo de los flamencos de Doñana, aguardando el momento exacto en el que el Congreso implorara su presencia soberana para entregarle el sable vergonzosamente.
Siendo una medida legal, aplicar una prórroga de seis meses de estado de alarma constituye una grosería parlamentaria hasta para los más cafeteros del sanchismo, y más todavía si se asienta la decisión en la opinión de los expertos sanitarios y en la supuesta exigencia de la ciudadanía. Como si Fernando Simón, que no olió la segunda ola y tampoco la primera, y que tiene dificultades comprensibles para saber qué es lo que va a suceder el jueves que viene, fuera a predecir qué es lo que va a pasar dentro de seis meses.
Sobrevolaba mi Españita esta cosa de que extender el último estado de alarma había resultado un infierno parlamentario. Justamente, los estados excepcionales se conciben en democracia para que resulte incómodo prorrogarlos indefinidamente, pues el estado de alarma es una medida a adoptar en última instancia y no un sofá sueco en el que repantingar un gobierno. Así se fue asentando peligrosamente esta cosa de que el juego democrático y el Estado de Derecho suponen un lío fenomenal que vale la pena esquivar para adoptar sistemas más sencillos, prácticos y efectivos. Cuando abandonó el Hemiciclo para ocuparse se supone de asuntos más importantes, Sánchez simbolizaba una presidencia a la fuga y la pérdida de las formas más elementales de la cortesía, pero también la idea de que el Parlamento es un cachivache inoperante, un engorro del que se debe prescindir si se pretende ser efectivo. De esa idea conviene desconfiar, pues supone el quicio de la puerta de cualquier tiranía.
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