Opinión
La gran mentira
Cuando una ley siembra incertidumbre en lugar de generar certeza, o le falta un hervor o es inservible. Más aún en este tiempo en el que lo que sobra no son precisamente certidumbres u horizontes claros.
El problema que más angustia a quienes tienen un hijo o un hermano con alguna discapacidad que necesite de apoyo constante, no son las servidumbres de una convivencia a veces muy difícil, sino el temor a su futuro cuando ellos no estén. Cualquiera de nosotros conoce o tiene algún familiar o persona cercana que convive con alguien que necesita apoyo. Sabemos cómo de duros son los comienzos, cuando se esfuman los sueños o se rompen proyectos vitales que uno se disponía a iniciar con quien iba a llegar a casa. El tiempo y el cariño lo recolocan todo, y se cambia el ideal imaginado por la realidad cotidiana a que obliga la dependencia que intenta llevarse lo mejor posible. A menudo, en realidad, casi siempre, no sólo se convive con ello, sino que se encuentra en la diferencia, en la entrega, en los actos de amor cotidianos, un sentido a la vida que es más profundo, creativo y positivo de lo que se imaginó incluso en aquella vida soñada. A veces no, claro. A veces la dificultad económica o la frustración no superada convierten ese pequeño universo familiar en una suerte de infierno sin salida.
El Estado, al que pagamos impuestos para que se ocupe de mejorar la vida y las condiciones de todos, está obligado a garantizar que quienes sufren discapacidad y sus familias tengan la menor cantidad posible de problemas. Ese es el acuerdo no escrito. Pero hoy, gracias a la impericia de un gobierno cada vez más alejado de la realidad y amarrado a dependencias ideológicas sectarias, las familias con personas dependientes tienen un problema más. Y no menor. Me refiero a la incertidumbre creada por esa LOMLOE conocida como Ley Celaá que ha asumido como dogma la discutible normalización escolar de la discapacidad. Y no es un dogma, y además es peligroso. La cuestión, por tanto, no es si desaparece o no la educación especial, que eso no va a suceder a corto plazo y cuando haya otra ley educativa volverá a cambiarlo, sino poner en el horizonte esa ensoñación ideológica de la integración total, de todos los niños, con cualquier discapacidad. Que es falsa, que es imposible. Más aún en un país al que la sucesión de leyes educativas de partido ha colocado entre los de mayor fracaso escolar en Europa, el segundo exactamente, con un 19 por ciento.
En las aulas españolas, sobre todo en la pública y la concertada, hay acoso y desmotivación entre escolares, y un cansancio perceptible entre un profesorado al que ni se alienta ni se paga como debiera. ¿Es ese el plan que queremos para escolares que además de estímulo, respeto y atención necesitan ayudas e impulsos no ya para avanzar, sino simplemente para sobrevivir? ¿Han compartido los redactores de la ley con padres y representantes de padres lo que suponen las experiencias vividas, la dimensión de las tragedias reales o temidas? Y que no me hablen de guetos los que no han estado en Varsovia. Que no defiendan la gran mentira de la integración total escudados en la otra gran mentira de que la educación especial margina. Singularizar determinadas realidades no es marginar, sino reconocer la existencia del mundo real y atreverse a gestionarlo. La ideología puede servir para interpretar las cosas. Pero ponerla por encima de la realidad, imponerla sobre ella, es una trágica y estúpida ensoñación. O algo peor.
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