Opinión

Populismo contra democracia, por José María Marco

Seguramente para una parte de los más de 73 millones de votantes de Trump, la ocupación fue un nuevo “Tea Party”

La Presidencia de Donald Trump, y el trumpismo, han terminado en el tono bufo y trágico que les ha acompañado desde el principio. El trumpismo era, entre otras muchas cosas, una forma de responder con descaro y sin complejos, doblando la apuesta, a las acusaciones y al desdén con los que se representaba a sus seguidores. Es un recurso clásico en comunicación política, bien querido del populismo, que por su propia naturaleza tiende a simplificar al máximo el mensaje y la estética, sin miedo a la parodia. También es un recurso peligroso, como lo ha demostrado la ocupación del Congreso por los manifestantes trumpistas.

Para ellos, y seguramente para una parte de los más de 73 millones de votantes de Trump, la ocupación fue un nuevo “Tea Party”, el famoso motín del Té que inició la revuelta contra la legalidad imperial británica. Tras haber sido engañado en las elecciones, el Pueblo soberano volvía por sus fueros y se adueñaba de lo que es suyo: justamente, la sede de la soberanía popular. Desde este punto de vista, el acto es eminentemente político, como lo ha sido cada gesto de apelación al pueblo de los que se han sucedido diariamente desde la Casa Blanca. En particular vía Twitter, el canal que abre una vía de comunicación directa entre el líder y sus seguidores. En un futuro no muy lejano, cuando se dilucide legalmente la responsabilidad de lo ocurrido, este argumento volverá.

Tener en cuenta esta perspectiva no significa disminuir lo que significa también, y para muchos sobre todo, lo ocurrido ayer en Washington. Era legal, aunque un poco por los pelos, poner en duda la elección de Joseph Biden por el Colegio Electoral, como se disponían a hacer algunos senadores republicanos. No lo es, claro está, interrumpir por la fuerza la sesión de proclamación del nuevo Presidente, como hicieron los manifestantes. Asaltar la sede de la soberanía popular, como preconizaron los líderes y los seguidores de Podemos en 2018 -no vamos a hablar de lo ocurrido después del 11-M-, está por principio y automáticamente fuera de cualquier legalidad. Y aquí se produjo la primera tragedia del día, con la muerte violenta de al menos cuatro personas.

Aún más alejada de cualquier legalidad es la actitud del todavía Presidente Trump, que impulsó a sus seguidores a continuar con su protesta de tal forma que sólo podía conducir o bien a un enfrentamiento con las fuerzas de orden público (si el Congreso hubiera estado bien custodiado, lo que, inexplicablemente, no sucedió), o bien al asalto de la propia institución y a la interrupción de la gran ceremonia de consagración democrática. Hasta hoy, Trump se había zafado de todos los procesos que se le habían intentado. Será difícil que salga indemne de lo que se le viene encima después del 20 de enero, cuando tome posesión su sucesor. Hay por delante dos semanas de alta tensión entre un Presidente encerrado con sus fantasías delirantes en la Casa Blanca, un Capitolio que habrá de medir bien sus gestos para no contribuir a suscitar más enfrentamientos, y una opinión pública estupefacta, sin duda, pero también irritada y malherida en sus creencias básicas.

Aquí está la segunda tragedia producida ayer: el descrédito que recae sobre una clase política que no ha sabido evitar escenas como las de Washington. Lo de ayer es algo más que una simple algarada, sin duda, aunque no se sabe si llegará a ser considerado sedición, como insinuaba, aunque con prudencia que le honra, el propio Biden. Lo decidirán los jueces, probablemente alguno de los que han sido nombrados bajo el mandato de Trump. Ninguno, probablemente, dudará que la responsabilidad primera le incumbe a él. La otra, la de la atmósfera que ha llevado a estos hechos, no recae sólo sobre él. La clase política norteamericana, y los mismos que se callaron este verano cuando los activistas “antirracistas” y “antifascistas” incendiaban las calles de las ciudades norteamericanas, habrán de iniciar un largo período de reflexión y de autocritica sobre su comportamiento de por lo menos los últimos diez años.