Guardia Civil

La deuda infinita

Arriesgaron sus vidas para que otros, un suponer yo, puedan firmar artículos sin miedo a que los «antifascistas» llamen a la puerta

Si escupe a los agentes del orden y confunde al defensor de la ley en democracia con un facineroso, casi seguro que es español. Los españoles, sobre todo los que reniegan de serlo y preferirían ser bretones o corsos, o en su defecto «gauche divine», insultan a la Policía y la Guardia Civil en cuanto tienen ocasión. Algunos escriben artículos y tuits injuriosos. Otros cantan canciones con letras propias de un militante del KKK o un neonazi en Alabama. Vomitan odio contra los uniformados, con las calles borrachas de fuego mientras el gobierno de la nación calla y otorga.

El portavoz parlamentario de Unidas Podemos ha brindado todo su apoyo a los del caperuzo y el cóctel molotov y una escritora zanja en Twitter que «las escenas de la represión policial en Madrid me retrotraen a cuando en Pamplona nos hacían el paseíllo y nos sacaban a hostias de los bares. Han pasado 25 años y siguen siendo los mismos. Y el juez que entonces se negaba a investigar torturas es hoy ministro de interior». El portavoz es Pablo Echenique, que no perdona un día sin miccionar bilis; la ensayista Edurne Portela, a la que francamente habíamos leído cosas mejores, pero quizá nos equivocamos. Quizá haya comprendido a tiempo que en este país, si quieres progresar, o te reinventas como «antifascista» o pereces a la intemperie; el juez, claro, Grande-Marlaska. Ellos y otros repiten en coro un pliego de cargos que parece salido de una (mala) novela americana. Con la diferencia de que en Estados Unidos incluso los malos escritores entienden que al otro lado de la policía, los jueces y las leyes no hay playa sino barbarie.

Los ataques llegan en la semana de la muerte del general Rodríguez Galindo. Algunos hemos escrito sobre la obligación del Estado de Derecho de ser fiel a sus puntos cardinales. La guerra sucia no tiene un pase. Ni siquiera contra los cazadores de cabezas del norte, que ponían bombas en las casas cuartel. Condenar el crimen del Estado, que además fue limitado en alcance y tiempo e investigado, juzgado y condenado, y reconocer al mismo tiempo que los agentes que cometieron abusos fueron pocos, no implica desconocer las circunstancias en las que entonces trabajaban y morían los agentes de la Guardia Civil y la Policía Nacional. La cosecha llegó a superar los cien cadáveres y había de todo, desde taxistas hasta camareros, pero sobre todo, ante todo, uniformados, a los que los patriotas de la dinamita despachaban con un tiro en la nuca o bien barrían el Patrol hasta sacarles las tripas. Agentes recién llegados al matadero, auténticos novatos, paseaban por unas calles donde los semáforos tenían ojos y donde cada vecino podía chivarse a tus verdugos. Los rituales diarios fueron concebidos para no terminar con tus sesos en el salpicadero y con los huérfanos delante de tu ataúd, recibiendo aturdidos las condolencias de algún político y ya listos para ser señalados como hijos de carcelero o verdugo. Vivían encerrados en territorio comanche. Con la diana colgada entre las cejas. Mientras los pistoleros salían y entraban a cielo abierto en Francia y los periódicos informaban de los crímenes como quien da el parte meteorológico. Su día a día fue una semiclandestinidad claustrofóbica. Con los uniformes secándose en el baño y los niños mintiendo en la escuela, no fuesen a enterarse los gentiles profesores o los encantadores papás de sus compañeros de que el vecino o el padre era «txakurra» y, por tanto, material de derribo, carne para hamburguesas. Sus muertes fueron un breve en los diarios y un titular tecleado a toda mecha. Una fotografía borrosa. Un velatorio con cuatro personas. Una misa tensa y un viaje de regreso a Castilla o Andalucía, al cementerio blanco y pobre.

No sé si vieron «El desafío: ETA», la serie documental de Amazon. Uno de sus aciertos fundamentales tiene que ver con el hecho de que da un papel protagónico a los agentes que pelearon contra el terrorismo. Uno de ellos, en un momento restallante, recuerda que sus muertes tenían un costo casi nulo en términos políticos. Quédense con ese apunte porque resume y condensa buena parte de nuestros males. Somos esa sociedad que asumió como inevitable que unos tipos asesinaran a los defensores de la democracia, y que aplaude o tolera a unos delincuentes pero sospecha, si es que no escupe, a los policías encargados de detenerlos. Pero las libertades no cayeron del cielo y en los días aciagos, cuando abrir la boca podía costarte un balazo, arriesgaron sus vidas para que otros, un suponer yo, puedan firmar artículos sin miedo a que los «antifascistas» llamen a la puerta. Les debemos el amparo que brindaron a los demócratas cuando más lo necesitaban. Cuando los gudaris secuestraban y acribillaban en nombre de unos ideales putrefactos. Hoy que algunos todavía confunden a los servidores públicos con los monigotes de una tamborrada guerracivilista, con profusión de tricornios y espadones, conviene subrayar la profesionalidad de quienes sacaron niños de los escombros sin abandonarse a los instintos cainitas ni dejar de velar por nuestras libertades. La deuda es impagable, el agradecimiento infinito.