Violencia callejera
Cáscara amarga
La marejada agonística consistía en asaltar los cielos mediante escuadra de niñatos con caperuzos y cócteles molotov.
Interrogado por los disturbios, el portavoz parlamentario de Podemos, Pablo Echenique, sostiene que políticos y comentaristas apenas pellizcamos la cáscara. Añade que no conoce a nadie que no condene la voladura de escaparates y el chirimiri de adoquines. Asunto distinto, oh, son las causas profundas. Coherentes con su farfolla populista, ayer mismo Podemos y el PSOE sanchista, el único que ya existe, rechazaron una declaración institucional del PP que condenaba la violencia callejera. Imagino que porque no aludía al germen o sustrato de la violencia. O violencias. Por decirlo como digo/decían los ufanos portavoces de la banda terrorista ETA. En España no hay, ni de lejos, razones para justificar la desobediencia civil o, mucho menos, para tomar a sangre y fuego las calles o partirse la madre con la policía. España, recuerden, luce como una democracia plena. Diga lo que diga el penúltimo «trevijaner» (¡partitocracia, «jarl»!, ) puede comprobarse en el último informe sobre la democracia en el mundo elaborado por The Economist. Lo hemos repetido muchas veces, pero insistimos: si atendemos a todos los criterios disponibles, limpieza del proceso electoral, fortaleza del pluralismo político, funcionamiento del gobierno, participación de la ciudadanía en la política, cultura política democrática del gentío y protección y defensa de las libertades civiles, España puntúa entre las 22 democracias plenas del orbe. Sólo el 8,4% de la población mundial vive en un régimen democrático pleno, mientras que un tercio de todas las personas en el mundo lo hace bajo el yugo de un régimen autoritario. Vale que desde que gobiernan Sánchez e Iglesias, con la inestimable ayuda de todos los que ayer firmaron contra el triunfo del régimen del 78 frente a los golpistas del 23-F, hemos perdido 6 puestos. Pero los chicos de la gasolina y los teóricos del tribalismo no reclaman mejoras del aparataje constitucional ni contrapesos para evitar derivas autocráticas. No piden vitaminas con las que mejor garantizar la separación de poderes. Tampoco quieren robustecer las aduanas contramayoritarias. No reclaman, a palos, para evitar el poder despótico de las mayorías. Lo suyo más bien consiste en proclamar sus fantásticas ideas relativas a la libertad de expresión, animalito bifronte que entienden como el derecho a triturar el derecho al honor del vecino, como salvoconducto rampante para enaltecer el terrorismo y, de paso, vejar a sus víctimas, así como autopista para encarcelar a quien cuestione cositas como las chuminadas posmo relativas al feminismo de nonagésima quinta hora, o sostiene que la guerra civil española enfrentó a dos bandos poco comprometidos con la democracia liberal. Ni el malestar propio o ajeno justifica masacrar la convivencia ni las íntimas chaladuras sentimentales excusan la ruptura del orden democrático. La marejada agonística consistía en asaltar los cielos mediante escuadra de niñatos con caperuzos y cócteles molotov. Nos acusan de tibios, de quedarnos en la superficie, de extremo centro y cosas peores, a los que no comulgamos con el romancero «kale borroka» y reclamamos una disposición adulta para deliberar sobre los problemas sin caer en el maximalismo kamikaze y las soluciones de corte épico. Más allá de la imperfecta democracia hay vida, pero no merece la pena.
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