Juan Ramón Lucas
No ha lugar, pero menos
Noelia regresa agotada del Centro de Salud. Es médica de atención primaria y lleva un año sin respirar. Los últimos meses han sido los peores. Ya llevaban tiempo padeciendo, mucho antes de la pandemia. No hay medios, tienen una sobrecarga asistencial que hace imposible atender adecuadamente, y gente cada vez más desanimada. Falta una planificación rigurosa de la atención primaria que desatasque y reordene el Sistema Nacional de Salud. Pero, claro, hay tantos sistemas, que a ver quién se pone de acuerdo. Bueno, piensa Noelia, en algo sí coinciden todos: descuidar lo que debería ser el ariete de la Sanidad Pública. La Medicina de Familia, la Atención Primaria define su importancia, el valor prioritario de su función, en su propia denominación. Simplemente atendiendo a la morfología debería entenderse por qué esta vanguardia necesita medios, dotación y hasta afecto –sí, también consideración, respeto, mejor trato– en mayor medida y con más urgencia que otras especialidades o escenarios de la Salud Pública.
Ya hace tiempo que no espera nada de los gestores públicos. Parecen no haber aprendido nada en estos meses de Pandemia. La ciencia, ellos –los médicos son ciencia, la aplican, la experimentan, viven para ella– extraen lecciones de los problemas cotidianos, diagnostican las necesidades y saben bien qué y cuánto se requiere. Pero claman en el desierto. La Pandemia agravó los problemas que ya tenía la Atención Primaria, y si el supuesto reconocimiento y los ríos de gratitud a la clase médica permitieron albergar alguna esperanza de que cambiaría el cuento, la realidad se encargó de disipar cualquier ensoñación. Los males anteriores fueron a peor y ni siquiera se aprendió de lo sufrido en la primera ola. Hoy ya están agotados, cabreados y la mayoría de ellos sumidos en un desánimo lastrante y descorazonador.
Hace unos días escuchó, gratamente sorprendida, cómo la ministra de Sanidad había sido tajante sobre las manifestaciones del 8 de marzo: «no ha lugar, con la situación epidemiológica que tenemos en España». Le gustó tanta contundencia, «no ha lugar». Ayuda, pensó, a que nuestro esfuerzo tenga sentido y adelgace, siquiera un poco, el caudal cotidiano que nos ahoga.
Pero hoy constata que se ha equivocado. Como siempre, Noelia peca de optimismo. Lo hizo cuando creyó que el primer golpe de la pandemia serviría para una urgente mejora de la asistencia sanitaria. Lo hizo al pensar que los aplausos y públicos elogios asentarían el respeto a su trabajo y la conciencia general del valor de preservar la salud pública como bien de todos. Lo hizo cuando creyó evidente para todos que la discusión entre salud y economía era un debate estéril: muertos o enfermos no somos nada.
Hoy patina de nuevo, porque resulta que va a haber manifestaciones. No en Madrid, donde el delegado del gobierno sí ha seguido la línea de razón marcada por la ministra, pero sí en el resto de comunidades autónomas. Y aquí sí que el gobierno no puede echar culpas fuera. No son las autonomías las que deciden si hay o no manifestaciones, sino los delegados del gobierno. Noelia se repite a sí misma ese nombre que también es evocador y contiene significado claro: delegado del gobierno. Delegado, no gobernador o virrey. Eso implica jerarquía y, por tanto, sometimiento a un criterio superior. Si la ministra de Sanidad dice que «no ha lugar», ¿cómo es posible que los delegados del gobierno al que ella pertenece puedan impune y tranquilamente responder «manzanas traigo» o, por precisar más, «no ha lugar en tu pueblo, aquí sí»? Quizá sea un problema de transmisión precisa de órdenes o criterios. Es posible que los delegados no hayan visto la tele o escuchado la radio -son gente muy ocupada– y no sepan que según Sanidad –donde Sánchez fijó la jefatura máxima de coordinación ante la Pandemia– «no ha lugar» a manifestaciones en este momento. Será que no le habrán transmitido las órdenes precisas.
O será que ellos no saben lo que es aguantar la presión. Y, desde luego, que ignoran lo que está pasando en los centros de salud y en las urgencias.
Ya se ve la coordinación del gobierno, ya se aprecia claramente lo que pesan los criterios sanitarios.
De repente Noelia se da cuenta de que lo que acaba de escuchar a la ministra Irene Montero cobra todo su sentido en este ejercicio de irresponsable dejación. Ella, doña Irene acepta disciplinada no ir a las manifestaciones, como pide su compañera de Sanidad, pero señala con dedo acusador a quienes no las apoyan o las prohíben, como parte de un plan antifeminista pensado y ejecutándose.
La gente no puede abrazar a sus familias, los médicos estamos agotados y desanimados, la vida cotidiana se ha convertido en un mar de renuncias. Pero, claro, hay quien no puede renunciar, o aparentar que lo hace, a lo que es una fecha marcada en el calendario político.
Confundimos culo y témporas: la lucha por la igualdad no exige y hoy, ni siquiera aconseja, pasar por encima de todo esto. No hoy. NO ahora.
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