Coronavirus
0,30 milímetros de látex
De todas las cosas que nos sucedieron, quizás la más cruel fuera esa de irse a morir uno solo, sin piel y rodeado de desconocidos que iban de aquí allá envueltos en trajes de astronauta
Va a hacer un año desde que el coronavirus comenzara a extender su magnífico imperio de soledades y de silencios. Me pregunto cuál fue la primera distancia, la clave de bóveda sobre la que la tristeza edificó su arquitectura de cenizas. De todas las cosas que nos sucedieron, quizás la más cruel fuera esa de irse a morir uno solo, sin piel y rodeado de desconocidos que iban de aquí allá envueltos en trajes de astronauta. Hay una desolación fundamental que hace posible todas las demás y se me aparece en esta fotografía de Emilio Morenatti en el Hospital del Mar, en la que, tan cerca y tan lejos de la playa de la Barceloneta, un sanitario de la UCI toma la mano de un paciente de coronavirus y entre los dos cuerpos se extiende un abismo insalvable de 0,30 milímetros de látex.
En la memoria lisérgica de los confinamientos se me aparece el fantasma de un primer enfermo en una primera casa, y un primer pensamiento de que esto no va bien, una primera llamada al hospital, un primer ‘Me ahogo’, un primer médico que anda por un primer pasillo y una mano primera de un enfermo que suelta la mano de su hijo o de su mujer en la puerta de la ambulancia sin saber ninguno de los dos que nunca más volverían a tocarse. Imagino dolorosamente una última bandeja de comida, una última voz, un último “tranquilo” en el momento de una entubación que resultaría definitiva.
Busco dolorosamente esa primera quiebra para comprender la posterior distancia de dos metros por la calle, de reunión en el zoom, del nieto pasando olímpicamente de la videollamada con la abuela después de seis meses sin verla en persona. Me gustaría entender toda esa amargura en serie en la que los días parecerían los mismos extendidos alrededor de los mismos rostros detrás de la misma mascarilla, los mismos planes, el mismo puñetero bizcocho, la misma compra, el mismo olor del jabón de manos, la misma canción, el mismo vecino fumando el mismo pitillo en la misma ventana a las mismas ocho y diez de la tarde en los mismos malditos relojes, atrapados entre dos mismos tiempos inalcanzables: ‘la última vez que’ y el ‘cuando esto pase’.
Somos una sucesión de vísperas que dura hasta que se acaba la fiesta. Con la edad uno comprende que cualquier cosa que haga puede ser la última, y por eso se esmera en elegir unos calzoncillos que poder enseñar al forense. Se trata de intentar que la muerte no le coja a uno después de salir de casa de un portazo por cualquier discusión, o ese día en que, de noche a la vuelta del trabajo, uno se encuentra cansado y no entra en la habitación de los niños para taparlos si tienen frío, o acaso los deja en el colegio mientras mira el teléfono, y no les da un beso porque, piensa que, total, los va a ver luego y resulta que no los vuelve a ver más. Igual existir va de intentar medianamente no quedar para los restos como un gilipollas. La peor trampa de la vida es que nos hace creer que es para siempre. También en la pandemia fuimos engañándonos con el espejismo de que pasaría pronto. En eso seguimos.