Opinión
La hipoteca encarrilada, la izquierda como un solar
Los hijos de padres fraperos susurran baladas para asaltar los cielos, más por nostalgia del futuro que otra cosa
Vuelve Pablo. Vuelve el hombre como un efluvio de abrotano macho o un guantazo de Brummel. Lo empujan las corrientes demoscópicas, con esa pátina de chisporroteo que encebolla la política moderna. Lo arroja al centro de la pista la sospecha de que Podemos va camino de la disolución, subsumido en el sueño rancio de los nacionalistas a los que hace el caldo gordo, incapaz ya de propuestas que no sean acordes a los parámetros retrógrados del separatismo. Lo mueven los desencuentros perpetuos en el gobierno, donde no hacía otra cosa que enredar y darle al manubrio automático de la propaganda.
Gobernar, lo que se dice gobernar, Iglesias no gobernó un carajo. Pero ha preparado magníficamente el escenario para un penúltimo desembarco. Penúltimo porque después del numerito quién sabe si no hará como en Europa, que usó para promocionarse. A lo mejor regresa al gobierno en calidad de agente provocador, si en las futuras elecciones a Pedro Sánchez no le queda otro remedio que recuperar el Frankenstein de la dizque coalición de progreso. De momento esperan meses duros. Con Bruselas y los hombres de negro listos para tirarse en paracaídas.
Los millones no caerán gratis. Hay que acometer reformas sistémicas. El grifo de comprar voluntades lo manejan en régimen monopolista desde el PSOE. Resta voltear el tablero, sacar el pasamontañas del cajón de Ikea y meterle yesca a las calles. Prolongar un doble juego demasiado visto, ese estar en las misas del BOE y repicando tras las pancartas, tenía mal recorrido. Al vicepresidente, candidato, le viene bien un trago de campaña. Un chupito de dinamita. Una sobredosis de palomitas volcánicas.
Pablo Iglesias, como Sánchez, es un artista de single repetido. Su gramola mental fue programada para un bucle de duelos a sol y a luna. Daenerys Targaryen entre Galapagar y Vallecas, entre el acoso matonil a los oradores invitados a la Complutense y los elogios a los mejores simios autocráticos, mantiene la fidelidad a una concepción chatarrera de la política, gran teatro negro y violento que abreva en las barricadas de los años treinta y añora el mesianismo de los líderes providenciales de la orquesta roja. Como el tiburón de Spielberg, el de Podemos vive abonado al zigzagueo perpetuo. Lo suyo consiste en inaugurar cargos sin mácula ni currículum, ni político ni académico.
Llega a Madrid, que abandonó para comprarse un casoplón de hipoteca ventajosa, igual que el no-muerto de Murnau, que le cambió el nombre al vampiro porque la viuda de Bram Stoker no le permitía rodar la novela de monstruos. Iglesias le cambió el nombre a la izquierda democrática. No se reconocía. Su tradición, su imaginario, su infancia y sus neuras son recuerdos de un patio antiimperialista. Siempre creyó que el futuro sería plebiscitario y populachero.
Con grandes friegas en la libertad de expresión y generosas dosis de publicidad. Iglesias, educado en el orujo universitario, el activismo fetén, los locurones no-logo, las manifas antifas y otras majaderías, siempre creyó que todo esto de la democracia burguesa era un muermo y los viejos del PCE un hatajo de puretas, traidores, que impusieron las liturgias del silencio, la reconciliación y el abrazo. Los hijos de padres fraperos susurran baladas para asaltar los cielos, más por nostalgia del futuro que otra cosa.
Con su entrada en campaña Iglesias hace bueno un lema, socialismo o libertad, que muchos habíamos juzgado extremado. A Podemos se le había puesto la cara del niño muerto de Pedro Luis de Gálvez e Iglesias quiere resucitar la garrafa antisistema o hacer mutis rumbo a una soleada existencia como conferenciante. Deja la hipoteca encarrilada y la izquierda como un solar.
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