Opinión

La conjura de los necios

Puigdemont e Iglesias salieron de escena precipitada e inesperadamente como huyen los cobardes o escapan los flojos

El joven John Kennedy Toole se suicidó a los treinta y dos años después de que el mundo editorial le hubiera rechazado una novela enloquecida y brillante que él sabía genial. Sólo la tenacidad de su madre, muerto él, consiguió que se publicase finalmente, y fuera universalmente reconocida como una de las obras más divertidas y profundamente críticas del siglo pasado en los Estados Unidos. Fue aclamada hasta con un Pulitzer. Es la novela más singular e ingeniosa que recuerdo haber leído: «La conjura de los necios».

Se me antoja, obra y autor, un contrapunto del universo mínimo y pueblerino en el que se mueven algunos personajes del ruedo político nacional que se van pero no se van después de no haber dejado rastro alguno verdaderamente relevante, más allá de su propia existencia. Toole murió frustrado por la falta de reconocimiento y dejó al mundo de la literatura una novela imprescindible. Aquí hay políticos que, apenas trazada la o con un canuto, exhiben su pecho vigoroso ante el personal como si en su haber hubiéramos de colocar el equivalente en política a la invención de la rueda. No seguiré cotejando ni estableciendo comparación más allá, porque Toole se quitó la vida y nuestros personajes sólo se han alejado del barullo de la primera línea política. Aunque, bien mirado, quizá se pudiera poner en valor la brutal coherencia del escritor, frente a las livianas y hasta banales razones para quitarse de en medio de nuestros protagonistas locales. Pero no lo haré, porque ya entramos en dimensiones para nada comparables.

Lo cierto es que tanto el señor Puigdemont, el ausente de España tan presente en la política catalana, como el señor Iglesias, el ausente del gobierno tan presente en la política madrileña, salieron de escena precipitada e inesperadamente, como huyen los cobardes o escapan los flojos. Dejaron sus espacios vacíos hasta de añoranza, como cuadriláteros que abandona el boxeador limpios de sudor. A pesar de todo, y ahí volvemos al contraste, pretenden seguir en su ensoñación de ser lo que nunca alcanzaron, quizá convencidos de que su oportunidad está mejor en el desorden oscuro de la sombra que en la eficacia que exige la luz. La obra que dejan es inexistente, pero pretenden hacernos creer que poseen una capacidad hasta ahora no manifestada y para ello operan por detrás utilizando a sus leales. Es lo que hace Puigdemont, es lo que aspira a hacer Iglesias. Al contrario que Toole, su obra no es nada y ellos se ven grandes.

Tiene el catalán algo más de mano y presiona con la fuerza que le dan los votos a su inconsistencia, que aún obtiene. Está siendo capaz de marcar agenda y doblegar a sus supuestos correligionarios. Pero eso no le otorga grandeza ni talento, sólo una suerte de poder entre su tribu. El otro, Iglesias, aspira a seguir moviendo piezas hacia ninguna parte, liberado de la carga de tener que trabajar a largo plazo, realidades ambas –trabajar y el largo plazo– de muy difícil encaje en su idea de política. Pero ni siquiera logrando ese objetivo se quitará de encima la verdad de su levedad y el peso de su banal infantilismo de política de asamblea.

Ambos, en sus aspiraciones, poder y estrategias son la imagen perfecta del tiempo político que vivimos, tan alejado de la realidad del país y de su gente como cercano al título de la novela de Toole, la conjura de los necios.