Opinión

La muerte de la «jodida ameba»

Un consorte, sea de una reina o un rey, no puede tener un papel constitucional más allá del protocolario

No hay duda de que el duque de Edimburgo fue un personaje fascinante. Lo era por muchas razones e, incluso, por sus famosas meteduras de pata. Era hijo del príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca y la princesa Alicia de Battenberg, hija de Luis Mountbatten, I marqués de Milford Haven, que era el mayor de los descendientes del matrimonio morganático del príncipe Alejandro de Hesse y la condesa Julia von Hauke, y de la princesa Victoria de Hesse-Darmstadt. El príncipe Felipe vivió en un entorno difícil, con una madre a la que se diagnosticó esquizofrenia, por lo que fue internada en un sanatorio y tras su salida vivió separada de su marido. A pesar de su linaje tuvo una vida complicada y fue decisiva la figura de su tío Luis Mountbatten, segundo hijo del I marques de Milford Haven, que fue almirante de la Royal Navy, teniente general del ejército y mariscal de la RAF, así como el último virrey de la India.

El Debbrett’s dedica dos páginas en letra pequeña a la larga relación de cargos y distinciones que ostentaba el duque de Edimburgo, título que, junto al condado de Merioneth y la baronía de Greenwich, le otorgó Jorge VI en 1947 junto al tratamiento de alteza real antes de casarse con la princesa de Gales. Una vez convertida en reina se le concedió en 1957 el título de príncipe del Reino Unido. Todo ello era la culminación de una ambición que lo condujo a lo más alto que podía alcanzar el miembro de una línea secundaria condicionada y apartada por un matrimonio morganático. El mundo de la realeza, que tan bien refleja el Gotha, ha ido cambiando y aquello que antaño eran leyes o normas inmutables, actualmente son irrelevantes como se comprueba con los matrimonios desiguales, tal como antaño eran considerados, de sus hijos y nietos, que algunos han tenido desastrosas consecuencias. Hay una frase del duque de Edimburgo que siempre me resultó esclarecedora: «no soy más que una jodida ameba». Un consorte, sea de una reina o un rey, no puede tener un papel constitucional más allá del estrictamente protocolario, como sucede con las parejas de los presidentes o las presidentas de una república. Por ello, su queja, al igual que sucedió con el conde Enrique de Monprezat, esposo de la reina de Dinamarca, era absurda y sin fundamento. Hombre o mujer, no importa, les corresponde un papel secundario, aunque los primeros sean príncipes y las segundas reinas.