Coronavirus

Se acabó el estado de alarma

El estado de alarma debería haber apelado a la conciencia, pero eso es como pedirle al Joker que asiente la cabeza

Termina el estado de alarma con la impresión de que ha habido alarma, pero lo que ha faltado es el estado anímico, que es, precisamente, lo que ha escaseado en bastantes. Lo malo de una cultura con una efervescente inclinación a la chacota es que se toma un poco a la ligera cualquier repecho o jalón inconveniente que traiga la vida. Más de uno se ha planteado este periodo no como un trecho adecuado para hacer un alarde de prudencia, sino con la predisposición aventurera de aquellos bebedores que marcaron la década de los años veinte en Chicago: como una manera de introducir un punto de emoción a sus monótonas existencias de confinamiento acudiendo a fiestas ilegales.

Se tenía la impresión de que el estado de alarma era una herramienta para urgencias y otros apremios de carácter excepcional, pero, pasados unos meses de su aplicación, se ha visto que algunos lo han aprovechado para convertir los fines de semana en una yincana para eludir limitaciones y otras variadas prohibiciones. Si no fuera porque muchos chavales desconocen hoy quién es Ingmar Bergman, se podría afirmar que lo homenajean cada madrugada y que han aprobado, con una excitación solo comprensible para los más arrojados, acomodarse delante de un tablero de ajedrez para echar una partidita con la muerte y probar suerte con el destino.

El estado de alarma debería haber apelado a la conciencia, pero eso es como pedirle al Joker que asiente la cabeza o que Jason Statham abandone sus papeles de duro: existen altas probabilidades de fracasar. En este tiempo hemos descubierto que nuestra alma de Sapiens alberga, más que una cierta noción de ciudadanía, la peligrosa derivada de los jugadores de póquer o los ruletistas de las novelas. En este periodo se ha demostrado que existen grupos que acusan de sordera y no procede de los cascos de los móviles. Las llamadas de los sanitarios y otros a ser racionales han caído en saco roto. De lo que se deduce que los avisos «de cuidado, abismo, no se acerquen al borde», en realidad, impulsan a más de uno a hacer lo contrario y asomarse al precipicio. Es igual que echar una gallina a la jaula de un leopardo y después pedirle al felino que haga el favor de respetar los derechos del plumífero.

La peña sabía que entrar en interiores conllevaba riesgos evidentes, pero en estas semanas solo había que asomarse a algunos locales para comprobar cómo se ha interpretado la recomendación. Hay quien se la ha pasado por el forro, como la advertencia anual a los bañistas para que se apliquen crema solar. A veces es inútil negarse a reconocer lo que resulta obvio. Con o sin estado de alarma, aún hay muchos que consideran un asunto deportivo, y no una imprudencia, nadar entre tiburones.