Delitos de odio
De odios y olvidos
Se pregunta por qué aquí y ahora. Por qué ante una agresión concreta y no otras. ¿Tendrá que ver con caídas de tendencia de voto y necesidad de criminalizar al adversario?
Melissa es la directora de márketing de una multinacional tecnológica. Es eficaz, inteligente y atractiva. Se ha trabajado el éxito profesional del que disfruta. Tiene una pareja y dos niñas gemelas de seis años. Frecuenta las redes sociales y jamás rehúye la conversación o el debate aunque no conozca a su interlocutor.
Melissa es negra y se considera liberal. Votaba a Ciudadanos, ahora se inclina por el Partido Popular.
La tormenta de estos días alrededor de los delitos de odio le ha pillado en un momento de bajón. No es que le afecte lo que le digan o sufra por que en redes alguno o alguna le descalifique por «negra» o hasta le llamen, como hace unas semanas un anónimo comunicante de los que se ponen el triángulo rojo que los nazis cosían en la ropa de los presos políticos, que la tildó de profundamente imbécil por su raza y su voto –«negra, y encima facha»–, pero está tremendamente revuelta porque las niñas empiezan ya a conocer el doloroso filo del racismo. Una de ellas no supo cómo responder a la interpelación de otro crío que en clase le dijo que la gente como ella le quitaba el trabajo a los demás, que le había dicho su papá que los negros extranjeros vienen aquí a robar y que les da dinero el Gobierno y les curan gratis. Nada pueden hacer en el colegio, le dijeron, y todavía no ha sido capaz de conseguir hablar con los padres del niño. Tampoco tiene muchas ganas, esa es la verdad. Pero debe hacerlo, lo va a hacer.
Melissa lleva años sufriendo una suerte de microrracismos que, sin ser habituales, si se producen de vez en cuando. Son pequeños gestos insolidarios, miradas espesas de desafecto, algún cuchicheo incómodo. Pero convive con ello porque es feliz en su país, donde ha nacido, crecido y se ha formado; porque nunca ha tenido problemas con la mayoría de la gente con la que trata y con la vida que ha conseguido labrarse.
Sabe lo que son los delitos de odio. Y sabe también que desde que se informa sobre las denuncias de estos delitos, los más comunes son los relacionados con el racismo, seguidos de los de odio ideológico –que también sufre sobre todo en redes cuando opina o critica al Gobierno– y los ataques por orientación sexual. Sabe también, pese a la propaganda en contra, que estos últimos apenas han crecido desde el año 2017. Y que en 2019 del total de 1.400 delitos de odio denunciados, fueron de índole sexual 277, muchos menos que los 500 de 2013. Melissa está además informada de que en los primeros meses de 2021 los tres delitos de odio que más han crecido son los que atacan a discapacitados, a enfermos y a gitanos. No las agresiones sexuales como se ha venido diciendo todos estos días.
¿Elimina eso la realidad de los ataques homófobos? Evidentemente, no. ¿Disipa el miedo que realmente tienen muchas personas a ser agredidas por su condición sexual? Tampoco. Pero conviene –piensa ella– que pongamos la situación en su marco adecuado, la crisis en su justa medida, para no contribuir a que todo esto se frivolice y siga provocando ansiedad y dolor entre quienes sufren los ataques.
Se irrita Melissa por cómo de repente una agresión homófoba, que además resultó no ser tal, consigue movilizar a la izquierda y al mismísimo Gobierno en un movimiento de indignación y orgullo tan intenso como el amargo dolor de las plañideras en el entierro. Y se malicia que tan falso.
Se pregunta por qué aquí y ahora. Por qué ante una agresión concreta y no otras. ¿Tendrá que ver con caídas de tendencia de voto y necesidad de criminalizar al adversario? No quiere creerlo, pero parece evidente. Más aún recordando que jamás ha visto ni oído tanto estrépito de dolor compartido, de justa ira contenida, cuando las víctimas del odio han sido moros, discapacitados, gitanos, extranjeros, emigrantes... o fachas indeseables como ella.
Parecería que el odio, que existe y ella sufre, sólo alcanzara relevancia e invitara al compromiso social cuando afecta a un colectivo concreto, el LGTBI, no a ninguno de los otros. Será que los demás no saben levantar la voz, no saben ordenarse. Será que estos grupos están perfectamente organizados y bajo el paraguas de partidos o entidades que los mantienen disciplinados y movilizables. Será que forman parte del sistema nervioso del actual gobierno.
Es guay y moderno sostener que en una ciudad de tanto arraigo y tolerancia homosexual como Madrid, se empiezan a poner las cosas feas y la gente tiene miedo de expresar su condición. No lo percibe ella, ni las estadísticas lo sustentan, pero se está vendiendo como incuestionable por razones sospechosamente cercanas a la política.
Con todo, no es lo peor que se manipule, sino que esa gestión corta y miserable del odio ignora y por tanto hace desaparecer las muchas otras agresiones que completan el paisaje de la intolerancia en el que Melissa ve también, todos los días, a muchos de los que hoy se rasgan las vestiduras.
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