Historia
Paradojas del Valle de los Caídos
La actual ley de Memoria Democrática, lo mismo que la salida en helicóptero de Franco del Valle de los Caídos, se vende políticamente como una afirmación del proceso democrático. Pero la sospecha es que tales operaciones realizadas más de cuarenta y cinco años después de iniciada la Transición constituyen un ejercicio de pura propaganda. Cuando no lo intentaron ni los sucesivos Gobiernos de UCD, PP o PSOE. La democracia va por otro lado.
La noticia del famoso desentierro tuvo un alcance transnacional por su exotismo: cosas de la romántica España. Sin entenderse todavía por qué se llevó a cabo en secreto. Como algo privado, al no dejar estar presentes durante la «extracción» a los medios de comunicación. En democracia, las decisiones de trascendencia pública no se mantienen al margen del escrutinio de los medios, ni de forma tan poco transparente y opaca. A no ser que con ello se quiera elevar a mito la figura de Franco, que es lo que puede acabar ocurriendo. Pues su posterior reentierro donde ha querido el Gobierno, ha sido en un lugar igualmente de propiedad pública, pretendiendo retirar un elemento destacado del Valle de los Caídos, esa especie de tumba del soldado desconocido para los fallecidos en la guerra. Pero consiguiéndose, además, privar de contribuir a las arcas públicas a los centenares de miles de turistas nacionales y extranjeros que lo visitaban atraídos por la curiosidad; como en la Plaza Roja ocurre con la momia de Lenin. Ahora se pretende que Cuelgamuros no sea más que un cementerio de fallecidos durante la guerra, incluido el propio José Antonio, admitiéndose que este fue una víctima de la misma, asesinado, como otros tantos de ambos bandos, sin un juicio justo. Es una forma de decir, implícitamente, que se condena la decisión de fusilar al fundador de la Falange por parte del Gobierno del Frente Popular, reavivando los sentimientos que condujeron a aquel enfrentamiento fratricida fruto de la gran depresión y el crac de 1929 que desembocó en la república y en aquella guerra civil transversal, europea 1936-1945 con sus más de 60 millones de muertos.
Extrañamente los mismos que hoy hablan de Memoria y de derogar la Ley de Amnistía no parecen interesados en retirar las calles y estatuas de golpistas –como Largo y Prieto- que capitanearon el golpe de estado armado sangriento, antirrepublicano, de 1934 que marcó el inicio del conflicto. La realidad es que, quiérase o no, en aquel mausoleo hay un espacio que reúne a fallecidos durante la Guerra Civil, como en el Arlington norteamericano; resultando además que hay enterradas otras muchas personas fallecidas posteriormente, como los monjes de la Abadía, y otras –muchas modestas– que, envueltas en el conflicto, testaron voluntariamente que sus restos fueran allí trasladados por razones de ahorro o simple nostalgia. En buena lógica, habría que desenterrarles también. No pareciendo que toda esa dinámica en la que se ha metido el actual gobierno sea una decisión muy popular. Sigue siendo una falta de respeto que el Gobierno decida dónde hay que enterrar a cada quien alterando el curso natural de la evolución de nuestro país. No es una práctica democrática por lo que tiene de violación de los derechos humanos más elementales.
Detrás de la actualmente llamada ley de Memoria democrática, late la presunción de que de esa forma no se va a homenajear al franquismo. Sin embargo, la propia negativa a que –como era deseo de la familia– Franco fuera enterrado en su nicho privado de la Catedral de la Almudena latía la seguridad de que con su mayor cercanía arreciaran los homenajes espontáneos en la propia capital. La peor paradoja es que la cacareada Ley de «Memoria» pretende ser un motivo para una supuesta y definitiva reconciliación de lo ocurrido hace más de 82 años –camino de un siglo– cargándose el reputado e internacionalmente reconocido proceso político de la transición, en el que tantos países del mundo se han mirado y que tanto prestigio ha dado a España. Ya es sospechoso que tal Ley coincida de nuevo con la necesidad del Gobierno de mantenerse en el poder a hombros de grupos minoritarios. Que lo probable es que se convierta en un motivo más de controversia ciudadana sobre la «Memoria» de un pasado que corresponde discutir ya en los claustros universitarios, sin interferir en la vida política actual, ni menos resucitar banderías antiguas. Más honrado sería intentar reunir allí los restos de otros fallecidos durante aquella tragedia, como el del anarquista Buenaventura Durruti, muerto el mismo día que José Antonio, bien accidentalmente o presuntamente asesinado por alguno de los suyos. O del propio Azaña, los Machado, o los generales Batet, Ochoa, Miaja, Rojo o Campins.
En conjunto, toda la singular manipulación actual presentada como algo propio de una democracia europea, pasará en realidad como un triste episodio fruto de un indisimulado interés partidista. Mark Twain nos diría: «Es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada».
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