Partido Popular
Crisis popular
No debe de ser del todo casual que los protagonistas de la ruptura sean todos ellos jóvenes, y muchos de ellos procedentes de las juventudes del partido, las llamadas Nuevas Generaciones
Existe la tentación de ver en la crisis del Partido Popular un enfrentamiento entre personas. Es cierto que se ha producido este tipo de enfrentamiento, dramatizado además a una escala extraordinaria, como una gran función de teatro. El asunto, sin embargo, tiene raíces mucho más profundas, que se perciben bien en la dificultad para encontrar una solución. Es lógico que se pida una salida rápida a una situación que amenaza con destruir lo que ha sido hasta hace pocos años el único partido de gobierno de la derecha española. También lo es, sin embargo, que los populares se tomen un tiempo para reflexionar sobre los hechos y sus causas, como aconsejaba ayer el editorial de LA RAZÓN.
No debe de ser del todo casual que los protagonistas de la ruptura sean todos ellos jóvenes, y muchos de ellos procedentes de las juventudes del partido, las llamadas Nuevas Generaciones. Lo primero se explica por el movimiento de renovación, o regeneración, que barrió la política española después de la Gran Recesión de 2008. Lo segundo está relacionado con la deriva de los partidos políticos tradicionales, cada vez más encerrados en sí mismos, sin incentivos para atraer a personas con carreras profesionales propias y con muchos incentivos, en cambio, para evitar la salida de la única carrera que conocen sus adeptos, que es la «política». La renovación, por tanto, la hicieron los de dentro, desconectados de cualquier realidad y encerrados en un juego de rencillas personales, de toxicidad multiplicada por el infantilismo de las redes sociales y los grupos de WhatsApp. Es la selección al revés, que tanto daño está haciendo al crédito de la democracia española.
Para respaldar esta tendencia, el actual Partido Popular es heredero de esa querencia a vaciarlo de contenidos ideológicos, como si el juego de los intereses de los miembros de las elites partidistas pudiera suplir la elaboración de alguna clase de ideario que las unifique. Al tiempo, se vaciaba al partido de su componente popular para convertirlo en un partido de cuadros: cuadros sin ideas, eso sí, pero con fuertes –aunque inconfesables– intereses personales, confundidos con los del partido. Si a eso se añade la federalización cada vez más acusada del PP, que tensa como nunca las relaciones siempre conflictivas entre la sede central –que hace muchos años que debió abandonado la calle Génova– y el partido madrileño, están servidas las condiciones para lo que estamos presenciando.
Las consecuencias de esta realidad ya se hicieron ver en la aparición y la consolidación de VOX. Este fin de semana hemos tenido un nuevo capítulo con la manifestación de afiliados y simpatizantes a las puertas de «Génova». El adjetivo más caritativo que han recibido es el de «trumpistas»: el mismo, dicho sea de paso, que desde ese PP renovado se aplica a los de VOX. En el fondo, estamos presenciando un alejamiento, o una rebelión, de las clases medias en contra de quienes fueron sus representantes. Y aquí encontramos una nueva faceta de la crisis del PP: no haber sabido comprender que la sociedad que está naciendo de la Gran Recesión de 2008, la globalización y la revolución tecnológica necesita ideas e instrumentos propios de representación. Los necesita y, por lo que parece, está dispuesta a exigirlos.
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