Política

Hormigas con título

Nos jugamos que la igualdad de oportunidades sea real o que sólo unas élites puedan dar a sus hijos una enseñanza de calidad

Hace unas semanas el consejero de Educación de la Comunidad de Madrid alertaba de lo que se nos venía encima con el currículo de la enseñanza Primaria que acaba aprobarse. Según el Consejero ya no se aprenderá la regla de tres, los números romanos ni el mínimo común denominador, no habrá dictados, no se enseñará qué son prefijos y sufijos o las conjugaciones de los verbos. Tras oírle concluí que el gobierno apuesta por la burricie de las próximas generaciones.

Hubo reacción y los reaccionarios contestaron que lo publicado en el BOE no excluye esos los contenidos pues están implícitos; es más, según esos reaccionarios, el Consejero lo viene a admitir al afirmar que Madrid los incluirá por considerarlos esenciales, luego si lo puede hacer –añadieron– es porque no se han eliminado en la norma estatal. Lo que no dicen esos defensores es si Administración madrileña lo hará porque puede hacerlo o lo va a hacer sí o sí, pueda o no.

No voy a entrar en ese debate: ni tengo espacio, ni soy un profesional de la docencia capaz de leer entrelíneas del real decreto, luego no conozco a fondo cuáles son los contenidos explícitos y los implícitos; tampoco estoy en condiciones de afirmar qué espacio le quedan a las Comunidades Autónomas para completarlo ni –y esto quizás sea lo más determinante– a los propios colegios. En todo, como homenaje al principio constitucional de igualdad por razón del territorio, caso malo sería que hubiese pronunciados desniveles en la calidad de la enseñanza según vivas en tal o cual región.

Aun con esas cautelas, hay aspectos que no se niegan. Se explica así la inquietud –porque la hay– por la rebaja de la calidad educativa que va de la mano de otros aspectos como es facilitar la promoción de curso con una mochila cargada de suspensos, o que se ideologicen –esto no se niega– asignaturas como las matemáticas, lo que merma la calidad educativa y hace peligrar el derecho de los padres a que sus hijos reciban una enseñanza conforme a sus convicciones. O que se ninguneen los saberes humanísticos, algo de lo que ha dado buena cuenta este periódico en estos meses con un serial de artículos que ilustran cómo se planea, por ejemplo, la ignorancia de nuestra Historia.

Pero hay más. Dejo el inquietante panorama de la universidad española y salto al «día después» de todo el proceso formativo. Me refiero otra política facilitadora: la intención de introducir «modificaciones radicales» en el sistema de selección de futuros funcionarios. Se cuestionan las oposiciones por ser memorísticas y declaradas las hostilidades a la idea de excelencia la Judicatura no queda al margen. Aparte de la monserga del memorismo, hace tiempo que la izquierda política y judicial –valga la redundancia y mezclando coartada con majadería–, sostiene que la oposición a juez es para los hijos de familias pudientes y como desvarío de última hora, rayano en lo paranoide, desde esos ámbitos ideológicos se dice que tal sistema de selección explica que tengamos una Justicia heteropatriarcal.

Así visto en todos sus frentes, el panorama asusta: en la enseñanza preuniversitaria, en la universitaria y en la calidad exigible para acceder a profesiones tituladas y cuerpos superiores. Leía hace pocos unas declaraciones del presidente de la Confederación Española de Centros de Enseñanza en la que afirmaba que «haría todo lo posible por alejar la educación de intereses partidistas». Lo comparto, pero no podemos llevarnos sorpresas: la educación es probablemente la materia en la que se adoptan decisiones de mayor alcance estratégico desde el punto de vista ideológico, luego partidista.

Entre los políticos no sé qué lugar ocupará en el ranking de las apetencias ministeriales la cartera de Educación, pero si un político no es de estilo rajoyano, cortoplacista y con alma de contable, si tiene visión estratégica captará que de cómo se oriente la política educativa dependerá quién ostente el poder durante décadas. Es parte de la «guerra cultural». Porque no es lo mismo diseñar una educación que eleve el nivel formativo, que inculque capacidad de análisis y forje ciudadanos con espíritu crítico, que apostar por un ciudadano manipulable y acrítico.

Pero con la educación nos jugamos no sólo cual sea la ideología dominante en las próximas décadas, que no es poco y que es como decir las opciones políticas mayoritarias. Nos jugamos más: que nuestros hijos tengan futuro y sean profesionales estimados, también qué médicos nos curarán, qué maestros enseñarán, qué jueces, abogados, ingenieros tendremos o la calidad de todos esos profesionales medios de los que depende que la economía productiva funcione. Y nos jugamos que la igualdad de oportunidades sea real o que sólo unas élites puedan dar a sus hijos una enseñanza de calidad. ¿Y el resto?, a ejercer de hormigas obreras, eso sí, con un titulín, una paguita y a ver «Sálvame».