Opinión

La poesía del fin del mundo

Me preguntan que me inspira ¿y a ustedes? A mí mucho el absurdo, me refiero a nuestra lastimera falta de control sobre los elementos ¿Cómo vivimos tanto?

Imagino que algún hombre blanco heteronormativo habrá escrito sobre la belleza extraordinaria que mana del caos, aunque no es manar el verbo, porque no brota delicadamente, ni fluye, sino que estalla y, al menos ante mis ojos, se proyecta como una bomba. ¿Les pasa esto a todos?

¿Y qué es la belleza? ¿Dónde encontrarla?

Pues verán, no exactamente en el impecable vestidor de Kate Middleton o en la perfecta naricilla de Megan Markle, sino en la realidad misma y su equilibrio quebradizo en el que no podemos dejar de confiar para vivir medianamente cuerdos. La realidad, abran los ojos amigos, se nos presenta como la mejor exposición del museo del universo para deleitarnos y aterrorizarnos a los observadores.

Vean, por ponerles algunos ejemplos de lo más domésticos. Desde hace años, al levantarme y antes de acostarme me dirijo a la cocina y le doy a Butler, el mayor de mis perros, que es enfermizo, una pastilla.

Para que la gestión sea exitosa o engañar su paladar, que no la escupa, envuelvo la píldora en algo delicioso, pero anoche, creo que eran las dos de la mañana, no le daba la gana. Después de tres intentos _le puse un trozo de jamón delante del hocico y ni por esas, se dignó a abrir la boca su exquisita majestad_ me subo en un taburete para buscar algo muy dulce en la despensa, magdalenas, algún bollo de los niños, productos petrolíferos que Butler idealiza y desea dramáticamente, como solemos hacer todos con aquello que se nos tiene prohibido y con lo inalcanzable… Yo me dispuse a alcanzar lo que fuera estirando mucho el brazo, la mano derecha y cada una de las falanges; perdí el equilibrio, y lo recuperé agarrada a la balda de la costura que cayó estrepitosamente al suelo soltando, proyectiles de hilo de todos los colores, dedales, agujas, imperdibles, cintas, botones y Dios sabe cuántas cosas más mientras yo gritaba. ¿Saben que jamás coso?

Cerré los ojos, tocada por el cansancio y cierta rabia, volví a abrirlos recordando el día que se me cayó el móvil dentro de una cazuela de lentejas o el día que Felipe se cayó por unas escaleras portando 3 sillas a cuestas, y miré alrededor: carretes de hilo sobre las baldosas, bajo el frigorífico, carretes rosados, violetas, amarillos y naranjas entre los plátanos y las mandarinas del frutero, acompañados de sus amigas las agujas; botones verdes y mostaza enredados sobre la cola y las orejas de Paris (el cachorro perpetuo)…. Botones de madera flotando entre los trastos del fregadero rebosante de mis hijos, botones azules girando como estrellas u ovnis lejos de mí; como si yo misma y Butler, que observaba el desgobierno absoluto complacido y sonriente, fuéramos el epicentro de un nuevo Big Bang. Desistí de la pastilla y me arrodillé para recoger agradecida por semejante visión.

Esta mañana he vuelto a la cocina para dar su medicina al perrito. Abro el frigorífico y de la puerta se desliza tímidamente una lata de cocacola al suelo, un hecho normal y poco cosmopolita donde los haya, ¿verdad? pero la lata loca de cocacola extraña no cae como todas las demás latas simpáticas y consideradas con nosotros los seres humanos, sino que se parte, ¡se parte! ¡una lata! Y estalla y de la misma se proyecta sobre toda la cocina y parte de la sala una lluvia marrón como la que llevan los todoterrenos y los pilotos valientes del Paris Dakar. ¿Hay fantasmas en mi casa? ¿Soy Peter Sellers?

Cocacola…¡calima edulcorada! Sobre las encimeras, el microondas, el horno, la cafetera, lluvia de cola sobre las paredes, sobre la mesa del salón y sus sillas…

Me preguntan que me inspira ¿y a ustedes? A mí mucho el absurdo, me refiero a nuestra lastimera falta de control sobre los elementos ¿Cómo vivimos tanto? Habiendo tantos coches, motos, bicicletas y patinetes rodando por todos lados, por poner un ejemplo. Este caos me es trascendente, me digo, fregona en ristre. No existiría la poesía sin la posibilidad enloquecedora de morir a cada instante, si no estuviera abierta, de par en par, la puerta por donde penetra para abrazarnos súbitamente el caos.