Opinión

¿Se puede sentir orgullo sin sentir, al mismo tiempo, una profunda vergüenza?

¿Podemos sentir orgullo de algo que somos sin haber invertido nada en el proceso? ¿Y de algo que hacemos o de una meta alcanzada con empeño? La respuesta no es de ninguna manera sencilla

En la moderna psicología el orgullo está muy relacionado con una sana autoestima. Un hábito que nos sirve para perder el miedo al rechazo o al abandono y establecer límites adecuados ante posibles abusos. El orgullo, visto desde esa perspectiva puede ayudarnos a defendernos y a perseverar o esforzarnos ante las dificultades de la vida.

Pero, en honor a la lógica y a la dialéctica, ¿existe algo por lo que enorgullecernos? Las cualidades y deficiencias son características de la condición humana, por ejemplo: la templanza. Figúrense: “Estoy muy orgulloso de mi templanza”. ¿O tal vez prefieran? Estoy orgullosa, orgulloso u orgullose de la motocicleta que me he comprado, o de mi perro o de haber nacido en un país determinado, o de ser rubia… ¿No son estas demostraciones de vanidad algo pueriles?

¿Podemos sentir orgullo de algo que somos sin haber invertido nada en el proceso? ¿Y de algo que hacemos o de una meta alcanzada con empeño? La respuesta no es de ninguna manera sencilla.

Si nos atenemos al determinismo (eliminando el alma y a Dios de la ecuación), Spinoza nos diría que no, que no tenemos ni mérito ni culpa por ninguna de nuestras decisiones ni cualidades puesto que somos el resultado de nuestras circunstancias y de nuestra genética, que también puede considerarse circunstancial. Según su pensamiento, la misma persona en la misma situación se manifestaría exactamente de la misma manera una y otra vez, sin libertad, automáticamente. Según los deterministas no existe el libre albedrío. “Nos creemos libres porque desconocemos las causas de nuestras acciones”.

Por lo tanto, en este contexto irrebatible, si uno no cree en la trascendencia, sentir orgullo sería una falta filosófica, una incoherencia, una ingenuidad. Aquí no habría orgullo que valga.

¿Y qué hay de nuestro egoísmo, nuestra irreflexión y nuestra negligencia? ¿Podemos sentirnos satisfechos y ufanarnos por eso?

Habitamos un mundo repleto de injusticia, peligros, dolor y sufrimiento donde no hay nadie, por más dinero y buena suerte que tenga, y por más sublime y justo que sea o que se crea, que no se vea afectado y aludido.

¿Debería Dios habernos creado mejor, una especie de androides a control remoto que sólo pudieran actuar “bien” de acuerdo a un programa buenista?

Muchas personas se cuestionan que, de haber un Dios omnipotente y bueno, hubiera creado un mundo “guay”, un mundo perfecto en el que no hubiera destrucción, ni enfermedades, ni desgracias, y en el que, de paso, todos seríamos amorosos_ delgados y guapos_ y viviríamos en armonía, despreocupados y dichosos.

Pero, en tal caso, queridos, ¿qué estaríamos haciendo aquí en la tierra?

El clásico La Invasión de los Usurpadores de Cuerpos (Don Siegel) analiza un escenario semejante donde, con vistas a acabar con el mal, se suplantan los cerebros de todos los seres humanos y se cambian por otros que aparentemente les permiten vivir mejor; el problema es que esa nueva sociedad está carenciada de emoción y sentimiento; el proyecto podría ser perfecto sobre el papel pero en realidad es catastrófico justamente porque no hay dolor, y donde no lo hay, tampoco puede haber amor y el Hombre se convierte en una máquina. Si no hay libre albedrío, ni amenazas, ni riesgo, si no existe el mal, no hay libertad. Si no hay libertad, nuestra existencia carece inmediatamente de sentido.

La voluntad, la posibilidad de autodeterminarnos cada día, cada minuto, es fundamental y las contingencias, las pruebas son el único medio posible de aprendizaje y transformación. Las cosas malas suceden sí, pero nos equipan para un ministerio mucho más elevado y dotan de sentido a nuestra existencia, que ante todo es crecimiento, ser capaces un día de elegir lo correcto.

Si nos centramos en Nietzsche, en una sociedad que decide matar a Dios, no existiría tampoco el bien ni el mal por lo que tampoco cabría orgullo alguno ¿de qué? ¿Con arreglo a qué parámetros, medidas o proporción?

Sin embargo, el bien y el mal existen, y son necesarios para poder vivir en libertad. Para situarnos, para posicionarnos y para elegir quiénes queremos ser es necesario que existan todas las opciones, ¡sí! pero ¿sentir orgullo?

Hay personas excelentes, empáticas, generosas, sensibles… El carisma, la belleza, la confianza, la compasión, el altruismo, la prudencia, la lealtad, la caridad, la tolerancia son cualidades encomiables; la puntualidad, el respeto, la gentileza, la integridad, la paciencia, la creatividad… Hay tantas metas por las que luchar si uno se siente libre, y tantas que nos han sido regaladas, con las que se nos ha dotado, al nacer… ¡Sí! Pero, ¿somos tan parciales, tan miopes, tan obtusos como para no ver el resto?

¿Se puede sentir orgullo sin sentir al mismo tiempo una profunda vergüenza?