Guerra en Ucrania

Ucrania es cosa nuestra

En Occidente y en su brazo armado, la OTAN, estamos dispuestos a luchar «hasta el último ucraniano», como sardónicamente no se priva Putin de decir

Churchill a Roosevelt, a comienzos de la Segunda Guerra Mundial: «Denos los instrumentos y nosotros haremos el trabajo», frase que Zelensky recordó muy oportunamente, en los primeros momentos del conflicto actual. En el primer caso el trabajo fue de tal magnitud que los americanos no tuvieron más remedio que intervenir y poner botas y sangre sobre el terreno. Ahora la magnitud es la de la abstención occidental: ni un soldado de OTAN sobre suelo ucraniano. Es aguda la consciencia de la extemporánea brutalidad de la agresión y, lo que es mucho más importante, de las tremendas consecuencias para los vecinos inmediatos, para toda Europa, para Occidente, para los Estados Unidos como puntales del Orden Mundial o de lo que de él quede.

Lo que ha sucedido supone que Putin, como decisor máximo, y muy probablemente la gran mayoría de sus adláteres, no sólo no temían el ímpetu conquistador de OTAN, sino que contaban con su manifiesta endeblez, con el vago pacifismo de sus opiniones públicas, con la difusa convicción de que, al menos para los civilizados, la guerra era algo obsoleto. Y como producto de todo ello, la renuencia ante los gastos militares, tímidamente justificados por su utilidad práctica en situaciones de emergencia y en papeles de ONG humanitaria. Siendo ese el panorama, no existe gobierno ni partido político al que se le pase por la cabeza la idea de enviar ciudadanos de uniforme a combatir en una guerra que nos concierne directamente, pero que se quiere distante.

Para eso contamos con los ucranianos, dispuestos a defender su patria y su identidad nacional con exaltado espíritu numantino. En Occidente y en su brazo armado, la OTAN, estamos dispuestos a luchar «hasta el último ucraniano», como sardónicamente no se priva Putin de decir. La ayuda está dosificada para que las chispas del incendio no nos puedan alcanzar. Para eso se inventó en Estados Unidos, a propósito de la guerra de Corea, el nombre y la idea de «Guerra Limitada». Así han sido todas las que desde entonces ha librado América. El objetivo no es propiamente la victoria, sino algo más modesto. Se trata de detener procesos y peligros políticos, el comunismo, el nacionalismo pan-árabe, el islamismo, sin que ni el proceso ni la conflagración se contagien al vecindario, aún a costa de la división de un país, como en el caso de Corea.

Ahora, en Ucrania, la amenaza es el imperialismo ruso. Y otra vez Putin, que se considera el nuevo Pedro el Grande, aleccionando a un grupo de estudiantes de geografía: «Las fronteras de Rusia no terminan». Y esa posición concita, según encuestas de Levada, firma rusa que aún se considera fiable, el apoyo incondicional de la mitad de la población, y de manera más matizada, el del 30%. Sólo un 20% rechazan la guerra. Así pues, una gran mayoría de rusos piensa que de lo que se trata es de recuperar lo que era suyo y les han robado y que los ucranianos son rusos y nada más que rusos y aceptan la doctrina oficial de que todos los que se les oponen son nazis y nada más que nazis y que el propósito de la guerra es desnazificarlos cueste lo que cueste. En realidad, lo que les interesa es el territorio, no la población. Contra los que intenten manifestar públicamente cualquier forma de discrepancia, la represión interna ha vuelto a alcanzar niveles soviéticos y se cuentan por decenas de miles los que, entre los mejor preparados, han decido emigrar.

Lo que está costando, por ahora, son unos 80.000 edificios destruidos, con preferencia hospitales, centros comerciales y supermercados, porque se trata de aterrorizar a la población y hacerle la vida imposible, y de instituciones de enseñanza y de cultura, porqué se trata de atentar contra sus señas de identidad. Está costando también unos ocho millones de desplazados fuera y dentro del país, un tercio de los niños separados de sus familias.

Otro de los puntales de la propaganda putinista que parece haber calado, es la idea de que un «mundo ruso» –grandes rusos, rusos blancos y pequeños rusos o ucranianos– es una sana y pujante realidad civilizacional que está siendo atacada por un Occidente corrompido y en decadencia. Tras la caída del comunismo y la llorada fragmentación del imperio soviético, los intelectuales rusos se embarcaron en una búsqueda de su identidad nacional, que recuerda al de nuestra generación del 98. La conclusión fue que su originalidad está en ser un país «euroasiático», en el que se realiza una síntesis original de elementos del oeste y del este. Dado que en occidente se atribuye la barbarie al oriente, y que el «alma» rusa se configuró en toda la baja edad media en pugna contra la horda de oro, pero no ajena a su influencia mongola, podría replicarse que Putin escora hacia el Este.

Manuel Coma es es profesor (jub.) de Mundo Actual de la UNED.