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Canas

No acaban de entender que el cuerpo y la mente se van desgastando: el color del pelo y la luz de la pupila

Están de moda. Veo en las playas a muchas mujeres luciendo su pelo blanco y luminoso. Me gusta. Mi madre era rubia hasta una edad en la que le empezaron a salir algunas canas. Después ya fueron muchas canas, y ella, como casi todas las mujeres, se teñía el pelo de un color parecido al suyo de niña. Nunca tan bonito como el natural. Estuvo muchos años yendo a la peluquería una vez a la semana, antes las mujeres de clase media lo hacían así.

A partir de una edad cambio la rutina semanal por una visita al mes para taparse el gris de las raíces. Con sesenta largos decidió que se iba a dejar su pelo ya blanco. Me lo dijo un día con serenidad: “No soy joven y no quiero aparentarlo. Quiero que mi aspecto sea como me siento por dentro”. A pesar de comprenderlo, a mí me impresionó mucho. Los hijos queremos que nuestros padres sean inmortales, y aquel acto de rebeldía de mi madre me pareció una renuncia a la juventud y, por tanto, un acercamiento a su muerte. No sabía yo entonces que la vejez es algo que nada tiene que ver con el color del pelo. Que la vejez está en el cansancio físico y psíquico, en los pesados dolores de la mochila vital, en la falta de ilusiones. No sabía lo que puede sentir una persona mayor cuando se la exige que siga siendo joven eternamente, exigencia especialmente desmedida en las mujeres. Me faltaba la experiencia.

Ahora noto la misma incomprensión en los jóvenes que me rodean, en mi hijo también. Por más que una lo explica no llegan a vislumbrarlo a fondo. No acaban de entender que el cuerpo y la mente se van desgastando: el color del pelo y la luz de la pupila. No se puede transmitir esa experiencia.

Yo todavía me cubro las canas. Pero se que llegará un día que abandone la impostura. Y no porque lo dicte la moda, no. Lo suele dictar el alma.