Teresa Ribera

Desertores de la lucha por la Tierra

La ministra que declaró la emergencia climática, subvenciona el diésel

Entre el «piove, ¡governo ladro!» del romano sorprendido por la lluvia al salir de casa y la avalancha de información meteorológica que padecemos debería haber un término medio, porque te anuncian en todas las web la llegada de un huracán procedente del Atlántico y ya estás llamando al puerto para que el marinero de guardia refuerce las amarras del «Pipín», que, el pobre ya tiene 47 años, y resulta que ni siquiera es seguro que la tormenta tropical alcance esa categoría y, mucho menos, tome rumbo al Este. En otros tiempos, ya lejanos, te presentabas, pleno de excitación periodística, al redactor jefe con un teletipo de varios millares de muertos en la India por el monzón y te respondía, despectivo, que los indios no estaban contados y que fueras buscándote una noticia de verdad. Pero hete aquí que la «aldea global» del pesado de McLuhan se ha hecho realidad y te abren un telediario con una torrentera en China que se lleva un centenar de casas, en el mismo lugar donde el río Amarillo se llevó 900.000 vidas en 1887. Con esto, no quiero decir que no estén pasando cosas raras con el clima. Volviendo al «Pipín», que es buen velero, los más viejos entre los pescadores de Nazaré, grandes meteorólogos a fuer de experiencia, se reconocían incapaces de explicar lo que estaba pasando con el tiempo este mes de agosto, «muita confusao», pero no es que les sorprendiera mucho. El Atlántico no será tan artero como el Mediterráneo, pero también hace de las suyas. El caso es que este tiempo raro, tan propio de los cambios de humor del anticiclón de las Azores, retroalimenta, como las tormentas, a los profetas de la catástrofe inminente por el calentamiento global, provocado por la intrínseca maldad humana, y todo, desde la sequía que nos afecta en un país lleno de embalses –que por algo se habrán hecho a lo largo de los últimos siglos–, hasta el exceso de mortalidad que registra Europa tiene en él su explicación. Que hay más medusas, que se incendian los bosques en verano, que en Sevilla te caen 45 grados a la sombra en julio, que en Pakistán te viene un monzón de los de antes... pues ya se sabe: el cambio climático, comodín de todos los peticionarios de subvenciones y regalías oficiales. Pero la cuestión es que si los negacionistas del efecto antropoceno sobre el clima de la tierra estamos equivocados no pasa nada, porque somos pocos, no afectamos al consenso científico, pagamos religiosamente los impuestos verdes que nos piden, no vamos al centro de Madrid, no sea que nos multe Martínez-Almeida, y los que somos ricos ya nos las arreglaremos cuando nos quiten el coche. El problema se presenta cuando los más firmes creyentes, como la ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, traicionan a la madre tierra y, a cambio de un puñado de votos, pasan a subvencionar las energías contaminantes y los hidrocarburos, rebajan los impuestos disuasorios y, si nos descuidamos, topan el precio, es decir, el retorno de las inversiones, a las plantas eólicas y solares. Cuando uno cree firmemente en algo hay que actuar en consecuencia y la ministra Ribera, la misma que declaró en el BOE que España estaba en «emergencia climática», no lo está haciendo. Y eso que tiene el poder y la legitimidad de las urnas para poner ese granito de arena que ayude a salvar el mundo. Aunque, claro, también puede ser que nada de esto tenga la menor importancia. Al tiempo.