Política

Yolanda, elogio de la diplotienda

Imponer límites al precio de algunos alimentos es siempre el primer peldaño que conduce a la cartilla de racionamiento

Mi solidaridad con el sufrido pueblo nicaragüense estuvo a punto de quebrarse la tarde que me quedé sin crema de afeitar y ensayé con el jabón de manos. Así que allí estaba yo, en la diplotienda de Managua, con dólares en el bolsillo y el pasaporte extranjero que abría la puerta a aquel jardín de las maravillas. Crema de afeitar, cuchillas, jabón, perfumes, compresas, leche en polvo, salmón ahumado, licores de importación, puros, pañales y, también, la leche maternizada que traía por la amargura a un compañero de La Prensa, padre reciente, sujeto a la cartilla de racionamiento sandinista. Todo lo que escaseaba o era caro, incluso en lo «negro» del mercado de Oriente, estaba a disposición de los extranjeros con dólares o, por supuesto, de los gerifaltes del régimen. No es que uno no gozara de las ventajas del cambio en negro, con el cubalibre bien servido en el Intercontinental, los solomillos de res de «Los Antojitos» o el taxi a tanto el día, pero la sensación poder, de privilegio, que experimenté en la diplotienda, limpia, bien iluminada y con aire acondicionado silencioso, tenía un punto de malsano. No compré nada, ni siquiera la leche maternizada para el compañero, porque desconocía cuál era la correcta. Así que salí con las manos vacías, un reportaje rondándome la mente y una recobrada simpatía por aquel abogado nica que me había explicado la mañana anterior que «hace falta que los Estados Unidos envíen paracaidistas, muchos paracaidistas». Era hacia 1984, la guerrilla de la contra apenas comenzaba a dejarse sentir en el norte y algunos de los más veteranos revolucionarios, como la «Monimbó», ya habían tomado el camino del exilio. Esa noche, en la «boite», frente al hotel, unos marinos de la armada yugoslava, asesores de la pequeña marina sandinista, se daban la gran vida, ignorantes, como todos, de que en menos de una década caería el muro de Berlín y ellos se quedarían sin país. Me han venido estos recuerdos a raíz de la propuesta de la vicepresidente segunda del Gobierno y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, de imponer límites al precio de algunos alimentos para luchar contra la inflación y garantizar la correcta manutención de los más desfavorecidos, porque ese es siempre el primer peldaño que conduce a la cartilla de racionamiento y a la diplotienda. Pero doña Yolanda es comunista, capaz, por lo tanto, de golpear con la cabeza hasta la extenuación un muro de granito con el convencimiento de que, esta vez sí, abrirá brecha, solo porque ella lo vale. Uno era anticomunista de serie, cosas de familia, pero debería bastar un rato en un país socialista, pónganle el apellido que gusten, para ponerse en guardia cuando los camaradas empiezan a asomar la patita por debajo de la puerta. Porque no importa que vendan mercancía averiada, manuales de uso que siempre conducen a la miseria de los pueblos que compran el bonito discurso. Ni les importa la realidad, tozuda, firme como el granito, de que el mercado tiene unas leyes que conviene respetar. A la larga, subsidios, ayudas y subvenciones, que siempre salen de los impuestos, acaban por desincentivar el trabajo, destruyen el tejido productivo y, cuando menos te lo esperas, estás en una cola para que te entreguen los cuatro calzoncillos, cuatro, de la cuota semestral. A menos, eso sí, que se tengan dólares y pasaporte extranjero o conexiones con el poder. Entonces, puedo asegurarlo, hay miserables que se lo pasan de cine.