Navidad

Más allá del espejo

Sí, es posible que, salvo los inviernos, las cosas sean más complicadas y frías que cuando él empezaba. Pero no todas. No quiere ahogarse en nostalgia

Gervasio vuelve a mirar la fila de billetes de lotería que ha desplegado sobre la mesa y comprueba, como cada año, que no le ha tocado nada. Hoy, ni siquiera lo jugado. Nunca cae. Ha vuelto a escuchar ese enunciado de la matemática fría según el cual existe tan sólo una entre cien mil posibilidades de que tu número sea el gordo, y un 12 por ciento en la estadística de que te caiga algún tipo de premio. Eso dicen los locutores. A él, hoy, ni la pedrea.

Todavía resuena como lo hace desde que él tiene memoria, el soniquete monótono de los niños de San Ildefonso, más armonioso cuando cantaban pesetas, o al menos le parece a él, aunque quizá sea cosa de la edad, y esté ya en esas fechas en las que los recuerdos hablan de que todo sonaba, sabía y duraba más y mejor que ahora. Será eso.

Lo que no tiene discusión es que en las navidades de su infancia hacía más frío, y aquella ingenua publicidad de muñecas andantes y regresos a casa que hacían saltar lágrimas, sólo te invadía en la tele o en los periódicos. Ahora todo son luces y las pantallas en movimiento en cualquier esquina o parada de autobús, te asaltan con historias que son emociones y esconden productos que te las regalan.

A veces a Gervasio le parece que esa hiperconexión complica las cosas y se lo pone todo más difícil a quienes, como él, tienen una edad que no es aún la de la jubilación, pero se resiente de la falta de músculo en eso de lo virtual o las relaciones humanas encauzadas por la fría tecnología. Se educaron en papel y lápiz y les ha costado un triunfo llegar a navegar entre teclados y luz azul.

Sí, es posible que, salvo los inviernos, las cosas sean más complicadas y frías que cuando él empezaba. Pero no todas. No quiere ahogarse en nostalgia, y mucho menos a pocas horas de reunirse con la familia ante la que se niega a representar el papel de abuelo cebolleta –qué viejuno, ¿verdad?– o analfabeto digital. Porque no quiere y porque no lo es. Se adapta y saca también tajada de lo mucho bueno que tiene la interconexión: hoy tenemos más cerca la información, más pronto el conocimiento, más ágil el aprendizaje. Estás a un clic de saber lo que antes te costaba encontrar una eternidad, y el manejo de bibliografía ha sido sustituido por la destreza de navegar por la red, algo accesible a casi todo el mundo. Incluido él mismo.

No se puede quejar aunque sea de los que siempre busca el aroma del papel cuando abre un libro y airea sus páginas.

Enciende la tele y se encuentra con el rostro de Manuela Carmena, la jueza que fue alcaldesa de Madrid cuando la izquierda española aún no empezaba a ahogarse en su propio inmovilismo. Pone atención Gervasio, porque la señora le cae bien. Siempre le pareció sabia. Hoy, además, enamorada.

Se expresa suave, con la serenidad de quien no tiene prisa por figurar y goza de un armazón moral e intelectual que no es necesario mostrar ni adornar. Su amor es el Derecho, y confiesa su aflicción por la forma en que la política presente lo trata.

«La ley» –lamenta– «hay que hacerla con más cuidado, hay que mimarla, entenderla y estudiar sus consecuencias».

De la calma de su discurso, Gervasio extrae la certeza de su respeto a las leyes desde que éstas se piensan y empiezan a elaborar. Eso es admirable, se dice. Transmite la dama paz sin villancicos. Y eso a él, le serena. Más en estos tiempos de agitado frentismo, de un mundo de lo público en que batallan en dos bloques quienes venían a acabar con el bipartidismo político.

Habla Carmena, y él asiente, de cómo hay que medirlo todo. Es, además, posible: uno de esos avances incuestionables del tiempo presente es la posibilidad de medir y calcular como antes no se había hecho. En realidad, cualquier acción en la vida tiene que poder evaluarse en sus consecuencias. Eso viene a decir Carmena, eso piensa Gervasio, que a menudo se pregunta por qué quien o quienes tienen que decidir sobre lo público no parecen medir más que la temperatura de sus apoyos políticos. Se quedan en la encuesta que les define ante el público, en lugar de definir un plan de actuación para ese público. Se miran en el espejo mientras toman decisiones sin querer o poder atisbar sus consecuencias.

Miedo a perder nitidez en la imagen, supongo.

Gervasio tiene ya pensado el menú de Nochebuena. Vuelve a recapitular sobre lo que falta y anota para hacer las compras de última hora.

No se lo dirá a nadie, pero le pide a quien corresponda, así, como deseo abstracto de Navidad, como una carta a los reyes escrita en ninguna parte y sin destino conocido, que además de medirse el tamaño de sus posibilidades, actúen los gestores de lo público, asomándose con rigor a las consecuencias para el futuro de sus actos de supervivencia presente.

Muy felices fiestas.