Apuntes

Algo huele a podrido en Dinamarca...

El gobierno socialista danés ha comenzado a demoler guetos de inmigrantes musulmanes

En Dinamarca, el gobierno socialdemócrata ha decidido acabar con los guetos de inmigrantes musulmanes por el procedimiento de meter excavadoras y demoler los barrios. Que algunos de los afectados llevan más de cuatro décadas en el país, trabajen y carezcan de antecedentes penales se les da una higa a unos políticos que sienten en el cogote el aliento de la fachosfera local. Durante esos mismos 40 años, cualquier ciudadano que exigiera el cumplimiento de la leyes a los inmigrantes, de todas las leyes, desde las normas municipales de convivencia hasta las fiscales, era tildado de integrista, xenófobo, racista o similar. En Alemania, donde también crece la fachosfera y el gobierno socialista busca las vueltas a las leyes para poder expulsar inmigrantes saltándose la tutela de los tribunales, la Prensa mantenía un pacto no escrito para minimizar las agresiones sexuales cometidas por jóvenes de origen extranjero, hasta que una Nochevieja las calles de Berlín fueron un trasunto de El Cairo. En Francia, simplemente, las autoridades han tirado la toalla, aunque eso sí, en medio de una campaña de criminalización de los barrios conflictivos, marcados por colores, con escasos precedentes. Reino Unido, por su parte, tira de proyectos de deportación a Ruanda, barcos-prisión y endurecimiento de los permisos laborales, con un éxito perfectamente descriptible. En España, el gobierno socialista reparte africanos por pueblos y ciudades, confiado en que, al final, la mayoría tomarán el camino hacia Francia y Alemania, mientras ingresan como miembros de número en la fachosfera quienes advierten del aumento de los delitos cometidos por adolescentes extranjeros, a los que el sistema escolar no acaba de integrar y eso que, vaya por delante, aquí no tenemos un problema migratorio, sólo desajustes a los que habría que dedicar algunas horas de estudio y reflexión, antes de que nuestra izquierda exquisita sienta el mismo aliento en la nuca que sus compañeros daneses, noruegos, alemanes o suecos y se ponga a la cabeza de la manifestación. Durante demasiados años, los de la dominación cultural de la socialdemocracia, las sociedades europeas se han negado a llamar a las cosas por su nombre, las opiniones fundadas en los hechos y en la experiencia se despreciaban con el epíteto de la xenofobia, los colegios públicos se convertían en aparcaderos de adolescentes inmigrantes y el buenismo mal entendido consagraba la desigualdad en el cumplimiento de las leyes por razón de origen. Una ciudadanía agobiada por una panoplia de normas, reglamentos y ordenanzas, cosida a multas, perseguida fiscalmente, con salarios que no llegan y obligada a comulgar con las ruedas de molino de la casta dominante, no es que vote a Le Pen, que también, es que busca en el extranjero, en el diferente, el chivo expiatorio de todos sus males. Pero la única certeza es que van a seguir viniendo, no importa el cómo, porque cualquiera de nosotros en su situación haría lo mismo. De hecho, lo hicimos. Ya fuera huyendo de una guerra, de la tiranía, de las malas condiciones económicas o a la búsqueda de otra manera de vivir, los europeos, maleta en mano, cambiamos la faz de otras naciones. La integración no es fácil y el objetivo no puede ser aculturización manu militari de los recién llegados, que se resistirán, con todo el derecho, a perder sus señas de identidad. Sólo queda lo más difícil, que sean iguales ante la Ley.